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Manolas

E. CERDÁN TATO Hay una memoria colectiva y hay una memoria personal, de baúl, de cartas con perfume de membrillo, de esquelas y ecos de sociedad, de cromos, calcomanías y balnearios, de pañuelos de encaje, de papel florete de registro y notaría, y relicarios de taracea, con las intimidades custodiadas por una llavecita de oro. La memoria colectiva es un descampado público, placero, común, enfangado y estruendoso, donde los chalanes cierran sus tratos echándole a la mulada piensos, mucha labia y más materialismo dialéctico, que le va al pelo; los escritores comprometidos, cuando se soplan el bourbon o se hacen un canuto, deliran sus flatus vocis y se tiznan solidariamente las manos de hulla; los ideólogos de la revolución aspiran a jubilarse de enterradores: nada existe; y si existiera, sería incognoscible; y si fuera cognoscible, sería incomunicable; y si fuera comunicable, sería ilusivo. Qué confusión la de estos salteadores de la exégesis. La memoria colectiva se ha quedado, así, para vestir obispillos utópicos, sociólogos de seminario, y fisgones de la historia. Ahora, lo que marca distancias es la memoria privada, con aval genealógico o bancario; el recuerdo de un postín decadente, pero perdurable; la evocación nostálgica, apática y estética. Nada que sea evanescente, ni azaroso: todo puesto en la tradición, en los desvaídos recortes del periódico, en el álbum de las fotos, en los títulos de propiedad y sangre, en los dietarios de la administración doméstica, en la mantilla de blonda. Si toda la historia es contemporánea, todo el presente es pasado, y el futuro, un monopolio de la memoria aristocrática y/o capitalista. Los recuerdos del vendedor de chucherías, del indigente o de cualquier otro sencillo mortal ni cuentan ni aportan más que un ejemplo execrable para la adolescencia de casa bien. De unos años a esta parte, se observan síntomas de pujanza: las manolas han vuelto a ocupar las procesiones. Y las más decididas hacen hasta pluriempleo: van del top less y el martini en la piscina del club, a la peineta de carey, las saetas y la imaginería pasional de la noche. Son admirables y de nuevo el país vuelve a ser, un poco más, lo que ha sido toda la vida. Estamos a salvo.

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