La nueva derecha vieja
Las llamadas sesiones de control del Ejecutivo de los miércoles por la tarde en el Congreso de los Diputados deberían y podrían ser un interesante ejercicio de transparencia política y de formulación pública y abierta de propuestas, de interrogaciones y de respuestas, pero han tomado un rumbo que las convierte en una especie de toma y daca que nos acaba deteriorando a todos. Como es sabido, las preguntas que van a formular los parlamentarios se conocen de antemano porque se presentan por escrito y se publican en el orden del día. Pero las respuestas del Gobierno no están escritas ni publicadas, obviamente, y sin embargo también se conocen de antemano porque sea cuál sea el asunto a tratar son todas iguales por el tono y por el contenido, sobre todo cuando se trata de contestar a los diputados socialistas.Desde el presidente del Gobierno hasta el último ministro, la respuesta es, en líneas generales, la siguiente: "Ustedes los socialistas son tontos, feos, impresentables, corruptos e indeseables, de modo que lo que me preguntan no tiene pies ni cabeza y no merece la pena perder el tiempo en contestarles". A este interesante debate parlamentario se suman luego las preguntas que los diputados y las diputadas del PP hacen a su propio Gobierno y cuyo tenor es, también en líneas generales, el siguiente: "Señor presidente (o ministro tal y cual): teniendo en cuenta que como ha dicho usted acertadamente los socialistas son tontos, feos, impresentables, corruptos e indeseables y que nosotros somos listos, guapos, presentables, honrados y deseados por todos, ¿no es cierto que todo lo hacemos fantásticamente bien, que usted es el mejor presidente (o ministro o ministra) de toda la historia de España y que, pese al fardo que nos traspasaron los miserables de aquí enfrente, España va bien y seguirá yendo bien hasta el fin de los tiempos si no se interponen estos canallas?". A lo cual el presidente del Gobierno o el ministro-ministra correspondiente responden que efectivamente es así y una masiva ovación de los diputados y las diputadas del PP cierra el presunto debate, ante la atenta mirada de los responsables de su grupo por si algún diputado o alguna diputada intenta escaquearse o aplaude con gesto tibio.
El asunto es desagradable pero no pasaría a mayores si no fuese porque detrás de este ejercicio de refinada dialéctica se están colando asuntos de gran trascendencia. Y uno de ellos es el tema de la corrupción. Ya llevamos varias sesiones en las que este tema se sustancia cada miércoles por la tarde y la respuesta siempre es la misma: "Ustedes los socialistas no están legitimados para preguntar esto porque además de ser tontos, feos, etc., tienen sobre sus espaldas más casos de corrupción que nosotros". Es el "tú más" que cierra las respuestas del presidente en cuanto le interpelan sobre el asunto.
Cada vez que oigo este sutil argumento de José María Aznar o de alguno de sus ministros o diputados pienso que estamos dando un paso más hacia el vacío. Los casos de corrupción están ahí, en Zamora, en Asturias, en Tenerife, en Mallorca, en Guadalajara, etc., y no los ha inventado la oposición. Y una de dos, o no son ciertos y hay que demostrarlo o lo son y hay que asumir las consecuencias. Si la respuesta es el "tú más", lo que se está diciendo a los ciudadanos y a las ciudadanas es que, efectivamente, Gobierno y oposición son todos corruptos y lo único que se está discutiendo es quién lo es más. Si éste es el mensaje, la conclusión sólo puede ser un sonoro apaga y vámonos.
Detrás de este argumento del presidente del Gobierno hay demasiadas connivencias con la historia de una derecha que siempre ha gobernado como ha querido, que no ha admitido réplicas y que ha hecho del caciquismo su meta organizativa y su razón de ser. Pero ahora estamos celebrando los veinte años del cambio a la democracia y esto ya no es de recibo. En estos veinte años hemos dado grandes pasos hacia adelante y nos hemos enquistado en algunos pasos hacia atrás. Y entre estos últimos, además del terrorismo de ETA, ninguno toca tan de cerca la sensibilidad de los ciudadanos como los casos de corrupción. Por consiguiente, no se puede transmitir el mensaje nefasto de que no se trata de acabar con la corrupción sino de manejar la del rival para ocultar la propia.
En 1982, el PSOE empezó un experimento inédito en la historia de España porque era la primera vez que la izquierda gobernaba en solitario y además en una monarquía. Sabía que tenía que trabajar deprisa porque los problemas eran muchos y muy urgentes, pero también sabía que tenía que gobernar no sólo el Estado sino también la mayoría de las autonomías y de los ayuntamientos, que no tenía gente preparada para todo ello, que quién más quién menos tendría que aprender sobre la marcha, que entrarían en el partido muchas personas con aptitudes no contrastadas y que el peligro principal sería que apareciesen casos de corrupción, porque a ellos se agarraría una derecha que tardaría en reorganizarse para ganar unas elecciones pero que entraría a saco ante el más mínimo paso en falso de los socialistas. Al final estallaron, efectivamente, casos de corrupción que llegaron a cotas tan inauditas como los casos Roldán y Urralburu, y otros de menor calibre pero igualmente nefastos. Y ahí empezó el calvario que culminaría con la derrota electoral de 1996.
Los problemas del PP en este terreno tenían otro cariz porque era el heredero de una derecha que había gobernado siempre como había querido y sin demasiados complejos y, en todo caso, su asignatura pendiente era acercarse más a los valores de una sociedad española que ya había cambiado mucho. Pero en cuanto empezó a gobernar en autonomías y ayuntamientos, los proyectos de nuevos estilos se embarullaron con los viejos y en muchos lugares vimos como sus gestores entendían las autonomías y los ayuntamientos como una simple versión moderna del viejo caciquismo. Y lo cierto es que cuando el PP ha llegado al Gobierno estos asuntos de corrupción y caciquismo no sólo no han desaparecido sino que se han multiplicado.
Esta derecha, con sus esquemas nuevos y sus estigmas viejos, con sus avances y sus retrocesos, tiene que enfrentarse ahora a los estallidos de sus propios problemas internos y de sus disputas, algunas tan increíbles como las de Asturias o Tenerife y que tarde o temprano la colocarán contra el muro. Y sólo sobrevivirá como una derecha democrática si lo hace a fondo, aceptando sus propias contradicciones y no enrocándose en espacios sin salida como el nefasto "tú más". Éste es su problema, pero si la izquierda tiene que enfrentarse con el futuro también tiene que hacerlo la derecha para que este país encuentre su estabilidad definitiva, para que la política recupere su buen nombre y para que Congreso y Senado no se conviertan en mausoleos.
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