Barenboim deslumbra con "Lohengrin"
El director inaugura el Festage, que reúne en Berlín a un grupo de estrellas de gran magnitud
ENVIADO ESPECIAL, Hace cuatro años nació el Festival de Pascua de Berlín, impulsado por la ópera Unter den Linden y su director artístico y musical, Daniel Barenboim. Hoy, la interesante propuesta del Festage posee gran fuerza de convocatoria, al reunir las formaciones de la histórica ópera alemana, la orquesta y coro de la Sinfónica de Chicago y un grupo de estrellas de gran magnitud, todo ello bajo la dirección de dos primerísimas batutas de nuestro tiempo. Barenboim y Pierre Boulez conducen obras de Wagner, Strauss, Brahms, Mahler y Schoenberg, toda la línea evolutiva del romanticismo desde 1850 hasta la contemporaneidad. El argentino-israelí debutó con un Lohengrin deslumbrante.
No es de extrañar, sino todo lo contrario, la creciente afluencia de público extranjero, que cada día se suma al entusiasmo y buen entender de la filarmonía de Berlín, una ciudad, como es sabido, de larga y rica tradición musical. El un tanto paradójicamente denominado nuevo Berlín cuenta, a partir de la reunificación, con cuatro escenarios líricos que permiten ofrecer en una semana siete u ocho óperas y un par de óperas cómicas, algo verdaderamente insólito.La producción de Lohengrin, presentada en diciembre de 1996, vuelve al escenario de Unter den Linden (Bajo los tilos) avalada por la dirección musical de Barenboim y la escénica de Harry Kupfer, un renovador moderado que sobre diseños escénicos de Hans Schavernoch no traiciona lo fundamental de la creación wagneriana e incluso la dota de extraordinaria movilidad de todos los elementos y símbolos (es muy bello todo el juego de figuras y luces de las alas del cisne) y hasta parece sintetizar la fórmula de ópera en concierto y ópera representada.
La gran heroína de la noche, al menos en la recepción por parte del público, fue la mezzosoprano Waltraud Meier, una Ortruda sensacional como actriz y como cantante en el papel más significativo de Lohengrin. Ricardo Wagner, en 1850, practica una declamación dramática que decidirá buena parte de su obra posterior y desembocará en la solución cantado/hablado de la escuela de Schoenberg. Con la Meier destacó el tenor Francisco Araiza, un Lohengrin entonado, musical y brillante, pero que llegó al final con visible fatiga, lo que le valió alguna protesta unida a los muchos aplausos. Por su parte, Elsa encontró en la soprano Emily Magee una intérprete de gran versatilidad, belleza vocal y especial resistencia.
La interpretación por Barenboim de toda la obra fue un modelo de precisión, encanto sonoro y potente dramaturgia, tan llena de ricos contrastes que en unión de todos los demás valores entra dentro de lo excepcional. El maestro argentino-israelí accede a una cima sólo reservada para unos pocos. Bien lo ratificó Barenboim al día siguiente, miércoles, en Un requiem alemán, de Brahms, que nuestra memoria guardará con avaricia. En 1868, cuando Brahms dirige por vez primera su Requiem en Bremen, la hondura de conceptos y la evolución de la expresión romántica hacia cada vez más íntimas reflexiones, es ya un hecho.
En el caso del Requiem supone, además, un nuevo modo de entender el drama religioso a través de una infinita y hermosa serenidad, que Barenboim supo exaltar no sólo con inteligencia y preciosismo analítico sino también con reconocible veracidad. Llevado con sosiego celibidacheano, cantado con refrenada intensidad en la parte coral, cuando entró la voz y el arte admirable de Thomas Quasthoff en el salmo 39, todo pareció agudizarse y adquirir una distinta conmoción emotiva, que cobró nuevos matices en la intervención, junto al coro, de la soprano Dorothea Röschmann.
No olvidemos que las formaciones sinfónica y coral eran las de Chicago, tan precisas en la ejecución como en la animación, esto es, la expresión sensible del alma.
Barenboim reina ante ellos como lo hace cuando aborda Brahms sobre el teclado: cual músico íntegro para quien los géneros y las formas son cauces diversos de una sola verdad, la del "arte puro y hondo" como decía nuestro Pérez de Ayala que era siempre el arte grande. Un cuarto de hora de aclamaciones pusieron fin a este canto entre clarificador y misterioso, de dolor, paz y melancolía.
Babelia
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