Evitable y siempre presente
El sesenta aniversario del final de la guerra civil nos ha llegado casi por sorpresa. A nadie, en los medios de comunicación españoles, se le ha ocurrido preparar nada especial en esta ocasión, cuando, en cambio, así ha sucedido en otras latitudes (en Italia, por ejemplo). Da la sensación de que ese periodo de nuestra Historia, de puro conocido, no merece la pena ser evocado y, al mismo tiempo, parece demasiado severo o dramático y poco propicio para extraer de él enseñanzas colectivas para el presente. Hoy los aniversarios propician la radical novedad en el modo de acercamiento al pasado o la autosatisfacción desde el presente. Nuestra guerra civil no proporciona ninguna de esas dos oportunidades. Quizá nos sucede, sobre todo, que hemos hecho un uso abusivo de ella en el pasado remoto o inmediato.Para los estudiantes de Historia de mediados de los años sesenta, la guerra civil no era todavía materia de estudio. Desde mediada aquella década, en cambio, se produjo una espectacular eclosión de investigaciones. Incluso la Historia oficial de entonces cambió y lo hizo a mejor; todavía hoy para los aspectos estrictamente militares somos deudores de historiadores de sesgo profranquista. Pero ha habido muchos otros terrenos en que la historiografía carente de ese trasfondo ha marcado las pautas. En los ochenta, por ejemplo, se despejaron las grandes cuestiones en torno a la política interna de ambos bandos. En el momento presente donde se han producido más novedades ha sido en lo que respecta a la represión y a la política exterior. Lo que más interesa es que este crecimiento de la historiografía ha estado acompañado de un permanente recuerdo colectivo que forma parte de las vivencias familiares de los españoles de izquierda y derecha. Aunque tengan antagónico contenido, lo cierto es que en intensidad han sido semejantes, y así han durado hasta el presente. En algunas latitudes, la oleada democratizadora de los setenta y ochenta se apoyó en recuerdos trágicos: los húngaros, por ejemplo, recordaron su experiencia en 1956. Pero nunca estuvo tan presente la Historia como en nuestra transición.
Conmemorar supone intentar saber más pero también, hasta cierto punto, ver desde una óptica distinta. Hoy sabemos mucho más acerca de la guerra. No sólo es falso que España haya tendido un manto de olvido sobre ese pasado, sino que lo ha reconstruido, incluso el de la dictadura posterior, mucho antes y mejor que otros países. La óptica distinta, sin embargo, no parece tan clara. Tratemos de llegar a ella.
Herencia del pasado inmediato es una interpretación con sobrecarga de contenido moral, que venía a indicar que los españoles propendemos de siempre a la confrontación y que más vale que procuremos el autocontrol. Si esto resultó útil en su momento, no responde a la estricta realidad histórica. Ésta ha sido, más bien, la de una convivencia en la pluralidad. Nuestro pasado no es un camino inevitable hacia el conflicto, sino que éste fue una interrupción a partir de la cual nació una trayectoria, ésa sí, distinta de países del entorno. La guerra era impensable en 1931 y una amenaza real en 1934, pero en el propio verano de 1936 habría podido ser evitable. La enseñanza histórica verdadera no nos remite a nuestro carácter bronco, sino a la fragilidad de la democracia en términos generales. Lo más apasionante de nuestro siglo XX no radica en la guerra, sino en cómo se llegó a ella tras una espiral de polarización, fragmentación de las grandes fuerzas políticas, deslealtad con respecto a las instituciones y militarización de la política. La República de Weimar fue un ejemplo de quiebra de democracia concluida en dictadura; en nuestro caso, la única peculiaridad consiste en que acabó en guerra.
Una vez estallada ésta tampoco ofrece tantas disimilitudes respecto de otras. Un historiador italiano, Gabriele Ranzato, ha tenido la inteligencia de hacer un estudio comparativo de los conflictos "fratricidas" y ha descubierto que la mecánica de la demonización del adversario y sus consecuencias tienen paralelos en toda la Historia contemporánea, a partir de la Revolución Francesa. La misma represión, incluida la de quienes inútilmente trataron de proclamarse neutrales, tampoco tiene nada de inédito; otra cosa cabría decir de la posterior al final de la guerra. En cambio, lo que quizá resulta más peculiar de ella es el grado de intervención desaprensiva por parte de los aliados de ambos bandos y la radical impotencia del sistema de relaciones internacionales para evitarlo. Como en el caso de la fragilidad de la democracia, también en los peligros de la no intervención a medio plazo encontramos perdurables motivos para la reflexión desde el presente. Debiera hacerse, pero sin complejos ni masoquismos, porque el grado de nuestros conocimientos nos permite la suficiente seguridad para hacerlo.
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