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El viaje a Berlín

Ya volvieron de Berlín los jefes de Estado y de Gobierno de la UE, con aire satisfecho, a pesar de la trasnochada. Antes, incluso, de volver, ya se habían dirigido a sus respectivos pueblos, o ciudadanos, satélite mediante, para mostrar su natural satisfacción y orgullo por el resultado obtenido, para su respectivo país, en términos de euros de más o de menos. Pude contemplar la rueda de prensa del presidente Aznar a las siete de la mañana del día de marras, y las subsiguientes preguntas.Me maravillaba lo que veía y oía. Se salía de una reunión que fijaba mecanismos financieros de la UE para siete años. Ya se sabe que el dinero es necesario, entre otras cosas, para hacer el bien. Al fijar los topes y volúmenes de euros que iban (que van a ir) de aquí para allá y de allí para acá, se están delimitando muy claramente los objetivos de la UE para siete años; y me refiero a los objetivos políticos, en cuanto necesitan soporte económico. Hasta aquí llegaremos y ni un duro (perdón, euro) más.

Pues mi maravilla tenía tres motivos, según he recapacitado después. El primero era que allí, en el acoso de preguntas, nadie preguntaba por Europa; más bien venían a ser variantes del castizo ¿qué hay de lo mío? Y (se trata, nada menos, que de siete años) nadie se ocupaba de si la UE había salido, como institución, reforzada o debilitada, o ni una cosa ni otra; nadie pensaba, al parecer, entre los ansiosos preguntadores, qué límites ponía el ajuste de dineros a las políticas comunitarias posibles para el futuro: el aseguramiento o mejora de la ventaja personal (perdón, nacional) era el criterio del bien y del mal. Como al salir de una partida de póker: al jugador no se le interroga sobre la andadura de la casa de juego, o de la timba, sino cómo le ha ido en la larga noche: si ha salido más rico, más pobre o más o menos igual que entró; los asistentes comparaban, además, a los distintos jugadores del presente o del pasado, como el que recuerda al delantero que metía goles de chilena, o era infalible a balón parado. Y la discusión continúa.

Ahora, durante siete años, a cubrir el expediente con palabras: la Europa social, la Europa verde, o lo que sea; pero los duros (euros, perdón) ya están asegurados, tanto por el debe como por el haber. Y los más soñadores hablarán de federación, de refuerzo político; o criticarán por qué Europa no tiene ideas ni políticas propias y tiene que depender de los USA o de vaya usted a saber quién (feliz y barata dependencia, por lo demás).

Mi segundo motivo de maravilla era que, si nadie se ocupaba allí de Europa, sólo de lo suyo, menos se iba a ocupar de los terceros, ahí en nuestras fronteras, o más lejos, arrinconados en su tercermundismo gracias, entre otras cosas, a unas políticas proteccionistas llevadas con la firme mano que se ve; para los de fuera, ni un recuerdo: ¿qué supone esa financiación, y las políticas subyacentes, para ese tercer mundo que tantas veces suscita el lagrimeo político de los que ansiosamente preguntaban por lo suyo? También aquí oiremos palabras, palabras, palabras, durante los siete años que vienen, diciendo que Europa debe hacer esto o lo otro, aunque en elegante diacronía palabras-hechos, los mismos parlantes apliquen, en sus críticas y proclamas, el verso castizo: ande yo caliente, y ríase la gente.

Y el tercer motivo de maravilla es que éste sea el fruto de tanto progre reunido en la mesa negociadora y entre los preguntadores que representan "lo más avanzado de la opinión". ¿Habrá conductas más coherentes (las de negociadores y las de preguntadores y discutidores posteriores) con el odioso principio del interés particular? Me maravillaba que tanto socialdemócrata reunido en torno a la mesa (la inmensa mayoría) diera tan esplendoroso respaldo fáctico a los principios otrora rechazados, y aún ahora severamente criticados en los discursos electorales, y que la discusión política posterior, y las preguntas allí mismo, en aquella luminosa madrugada, giraran en torno a la fidelidad de los jugadores a la conducta más coherente con aquello de "cada uno para sí, y Dios para todos"; o sea, la mano invisible pura y dura para lograr la general felicidad.

Todo esto se me fue ocurriendo a raíz de la contemplación casual de aquella rueda de prensa matutina; y luego los días me lo han ido confirmando, cuando los paladines del internacionalismo más solidario, hasta los más bravos, se empeñan en asegurar que el Gobierno fue tonto por no suficientemente exitoso en el ejercicio del egoísmo más particularista.

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