Como sombra en la sombra
JAVIER MINA Parece razonable que determinadas opciones políticas quieran rentabilizar sus muertos consiguiendo mártires y crímenes de Estado por la misma aunque para ello tengan que retorcer las evidencias hasta roerles el sentido. Es disculpable que amigos, familiares y allegados quieran ver en toda muerte violenta una mano ajena, porque la dada por voluntad propia lleva implícita la sensación de fracaso que supone el no haber sabido evitarla, el no haber acertado a detectar el inexorable rumbo que toma quien no ve otra salida, por más que fueran seguramente inútiles los esfuerzos tendentes a quitarle de la cabeza los propósitos más negros, pero nadie se resigna a que los propios se vayan de un portazo aterido. Resulta indiscutible el axioma de que siempre será más ventajoso, aunque no mejor, pero ¿acaso el bien tiene algo que hacer ahí?, buscar la culpa ajena si con ello se maquilla la propia o se desdibuja la responsabilidad. Porque, de confirmarse las hipótesis más verosímiles, nos encontraríamos con que uno de los suyos ha estado vagando como un perro por ahí sin que nadie le haya dado cobijo ni haya acertado a sacarle del aprieto. Tampoco faltarán las coartadas de la clandestinidad, de la cita fallida, ni el convencimiento firmemente interiorizado durante tantos años de machaconeo de que se puede comprometer a muchos ya sea entregándose, porque desde ese mismo momento se empieza a traicionar y se destruye lo que a uno le ha dado fuerzas para vivir durante tantos años -el grupo-, ya sea visitándoles inopinadamente, sobre todo cuando las fuerzas contrarias se hallan al acecho en cada esquina, detrás de cada árbol, agazapadas bajo la posible cara amiga. Entonces, los seres humanos se ponen a dar vueltas y más vueltas por ahí escoriándose las manos en las zarzas, destrozándose los pies -puras ampollas ya-, rehuyendo a los otros seres humanos como los apestados. El mundo se convierte en una cárcel de paredes redondas contra las que el ser abandonado a su suerte va chocando sin que por ello acierte a encontrar, cuando rebota, un centro. El suelo, todo el suelo: la hierba, la baldosa de la plaza, el asfalto del veril, encierra trampas invisibles. La propia sombra se convierte en una amenaza y el respirar puede estar ocultando con su imperceptible ruido el ruido todavía más tenue de un paso que se aproxima alevoso. La noche sucede al día, pero no trae el descanso porque las tinieblas se llenan con los propios latidos del corazón acelerado por la sospecha, y la soledad le va atornillando a uno hundiéndole en la autoconmiseración. El tornillo llena cada vez más la carne a cada vuelta y la impregna del sabor metálico del desaliento, a la vez que, a cada vuelta, le quita algo al mundo que de pronto se ve desprovisto de cuanto de amable pudiera tener. Amanece, pero ya el sol no significa mucho, ni el suave olor de las flores que la incipiente primavera comienza a despertar. Tampoco el rumbo, entonces sólo resta despedirse de las hojas, de la enramada, del arroyo cuyo canto apenas se percibe, del establo que habla con toda seguridad de la niñez, de la nube y de la propia ropa encharcada y llena de barro. Posiblemente no quede ya más que hacer un pequeño altar con las pocas pertenencias que uno lleva encima, volver a decirse con tristeza que eso no era lo que uno esperaba de la vida y decirle adiós antes de que el relámpago de la pólvora se confunda con algún rostro que se amó. Ha muerto un ser humano y en circunstancias tales que despierta la piedad de quien no piensa como él pensaba ni acepta que tomara el camino de las armas ayudando, presumiblemente, a que se usaran contra otros seres humanos, que también vieron con espanto cómo se les arrebataba en un segundo la vida. No es bueno matar, pero tampoco alentar credos que acorralen a sus fieles hasta depararles salidas tan crueles. En lugar de desgañitarse clamando venganza y profiriendo descabelladas teorías acerca de una muerte, más valdría poner coto a todas así como a las acciones que sólo por milagro no las están produciendo. Que calle el tiempo de disparar. Y disparatar.
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