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Pistola y porra

JUSTO NAVARRO Espero que no sea verdad lo que recuerdo ahora, leído el martes en estas páginas, que sea una malinterpretación o una equivocación general. Hay un hombre en una parada de autobús, y un policía local se le acerca y le pide la documentación. Algo ve en el hombre el guardia, o algo habrá dicho el hombre, porque el guardia le pega una paliza, una combinación de patadas y porra. Le cerró al hombre la boca, que luego cosieron los médicos, dos días después: el hombre tenía rota la mandíbula. Parece que el funcionario sufrió un invencible arrebato de mal genio, y el triturado acabó en la casa de socorro e inmediatamente en el retén. No encerraron al arrebatado, sino al roto. Era el 6 de febrero. Del retén salió el detenido, o retenido, o momentáneamente desaparecido, quién sabe, dos días después, el día 8. Quedó 48 horas bajo custodia policial. No sé qué estarían investigando los agentes durante esos dos días, qué interrogatorios e indagaciones practicaban. Quizá, prudentes funcionarios, dejaban que se volvieran invisibles las señales del palizón. Cosas así, durante los estados de excepción del franquismo, eran normales: tenían a la víctima un mes en comisaría sometida a un régimen de dos palizas diarias, y en la última semana la mimaban, y hasta la llevaban al campo para que se soleara antes de ser presentada al juez. Después de dos días en el retén el hombre de la cara rota salió y fue al Hospital de Poniente: la paliza había sido en El Ejido, Almería, calle de Manolo Escobar. Mandaron al maltrecho al Hospital Virgen de las Nieves, en Granada, donde fue ingresado procedente de urgencia, una urgencia que se alargó 48 horas con la mandíbula fracturada, al amparo de la policía local. Durante los dos días que el hombre estuvo lastimado y perdido en un retén policial, con la cara rota, ¿no vieron nada los policías de servicio? ¿Existe un pacto de silencio entre todos los guardias que, en teoría, deben hacer cumplir la ley? Parece que nunca, como ahora, ha habido tantos policías tan ostentosamente armados. La gris Policía Armada, de pasado terrorífico, para mover a olvido cambió de uniforme cuando se asentó la democracia: se vistió de azul oscuro y camisa blanca, como funcionarios de aeropuerto civilizado, sin demasiado alarde de porra ni pistola. Pero la policía urbana o municipal, con una humilde historia de quitabalones a los niños y cobradores de facturas en las horas libres, quisieron ser tomados pavorosamente en serio, y se equiparon como fuerzas de ocupación, comandos de intervención directa, con pantalones remetidos en botas de campaña y pistolón al cinto, del que jamás se desprenden, ni para dirigir el tráfico (es imprescindible el colt para enfrentarse a la infame marea motorizada) ni para beberse una cerveza en el bar local. ¿No es inquietante que un ciudadano pueda desaparecer dos días en un retén policial con la mandíbula rota? Porque dos días pueden ser tres, cuatro, cinco días, siempre. ¿Qué dicen el jefe de la policía, el concejal responsable, el alcalde, la oposición, el fiscal?

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