Un pasaje entre el cielo y el infierno
La plazuela de San Ginés sólo tiene de plaza el nombre, pues no pasa de encrucijada, aunque crucial en la historia de la Villa, patio trasero a espaldas del famoso y madrileñísimo templo en el que bautizaron a Quevedo, casaron a Lope y enterraron al padre Francisco de Vitoria, como recuerda la lápida que figura en el atrio frente al jardincillo que da a la calle del Arenal y que ocupa el lugar del antiguo cementerio cuyo inquilino más célebre fuese el torero Pepe-Hillo.La plazuela de San Ginés es casi más lóbrega de día que de noche, cuando empieza a animarse el pasaje del Eslava y encienden sus reclamos los cafés y las tabernas de los alrededores. La plazuela de San Ginés se comunica, además de con el citado pasadizo que lleva su nombre, con las antiguas calles gremiales de Coloreros y de Bordadores. Entre ambas vías apenas caben dos vetustos y sombríos caserones. Sobre la gris fachada de uno de ellos, una placa recuerda a un ilustre vecino de este arrabal donde estuvo asentada la colonia mozárabe de Madrid bajo el dominio musulmán. Un vecino que no debió de parar demasiado en su domicilio, pues fue hombre movedizo, culo de mal asiento y cabeza loca, tan ágil con la pluma como con la espada, el capitán don Alonso de Contreras, soldado de fortuna, pícaro redomado y superviviente nato que dejó constancia de su exagerada vida en su novelesca autobiografía, relato de aventuras y desventuras, entre lo fantástico y lo poético.
Aquí vivió y aquí fue aprehendido nuestro héroe, señala la implacable placa recordatoria que da fe de su mala vida en este reducido escenario donde se funden lo sagrado y lo profano, la necrofilia y la alegría de vivir. En la plazuela de San Ginés se cruzaron aceros y se dispararon pistolas, se entonaron cánticos piadosos y se desentonaron murgas etílicas. En tiempos de Fernando VII resonaban en este lugar los ayes de los penitentes y el restallar de los "gatos de siete colas" sobre sus espaldas desnudas, un clamor "edificante" que surgía de la cripta del templo donde una asamblea de fanáticos flagelantes echaban el resto compitiendo en un torneo de cristiano masoquismo que contaba con su propio público de curiosos. Una afición peligrosa, como subraya en uno de sus escritos Ramón Gómez de la Serna cuando refiere la anécdota de un aristócrata francés que, llevado por el morbo, se acercó demasiado a los ensimismados atletas y recibió en sus carnes una buena dosis de tan radical medicina.
Ramón, gato callejero y nocturno, volvió más de una vez en sus crónicas y apuntes a pasear por estos rincones, tétricos y lúdicos, donde la historia suele resguardarse de las miradas de los espectadores para hacer de las suyas. Sobre estos solares presididos por la mole eclesial se amontonan las historias y piden paso las leyendas. El aura espectral del edificio se vio reforzada por las virtudes como pararrayos natural de su campanario, del que decían los cronistas cortesanos que devolvía sus luces al cielo; el fenómeno llegaría a ser objeto de opúsculos científicos, que descartaban con buenas razones cualquier clase de intervención milagrosa.
El halo siniestro de la iglesia traspasó las fronteras para servir de inspiración a uno de los creadores de la novela gótica inglesa, Matthew Lewis, quien situó una de sus más espeluznantes e inverosímiles pesadillas en las criptas, mazmorras y galerías subterráneas de un San Ginés imaginario, marco excepcional donde se mueven a su aire, aparecidos sangrantes, frailes depravados, doncellas raptadas, monstruos y quimeras.
La leyenda negra es tal vez el ingrediente principal, aunque no el único, de la legendaria historia de la plazuela emparentada con la del pasadizo de San Ginés que durante muchos años fue uno de los rarísimos refugios de la vida noctámbula de una capital entre paréntesis, encorchetada por la rigurosa e hipócrita censura moral del antiguo régimen, que imponía el toque de queda a la población, salvo a los juerguistas con posibles y vehículo propio que podían saltarse la veda en ciertos cotos privilegiados y tolerados.
La chocolatería de San Ginés era un reducto democrático, como ponían de manifiesto los precios y los efluvios del más popular y denostado desayuno madrileño, el churro harinoso y grasiento. La relajación de horarios se contagiaba a una taberna colindante, y el pasaje encajonado entre la iglesia y el teatro Eslava se animaba en la madrugada con espontáneas tertulias, fugaces encuentros y desencuentros entre la más variopinta de las parroquias, formada por prostitutas fuera de servicio, estudiantes golfos, periodistas insomnes, intelectuales desvelados, gentes de la farándula y de la camándula, entre la que no faltaban celosos policías de paisano pegando la oreja y a veces la gorra en las interminables rondas.
El local de la remozada chocolatería ocupa el solar de la antigua y renombrada Taberna de Lázaro, que frecuentaran Frascuelo, Lagartijo y Sagasta en feliz promiscuidad, felicidad que debió de quebrar la fatal ocurrencia del tabernero, el citado don Lázaro, que una mañana apareció ahorcado por su propia mano a las puertas de su establecimiento como un macabro reclamo, una pincelada negra más para la crónica.
En el teatro Eslava despachó de un pistoletazo el dramaturgo Vidal y Planas al periodista y libelista Luis Antón del Olmet que le hacía la vida imposible, gesto que halló cierta comprensión e incluso indulgencia en el mundo de las letras de la capital, en el que el desgraciado Olmet era mayoritariamente considerado como un bravucón, un abusón y un chantajista.
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