Del Guadarrama al Atlántico
Comunicar el interior de la Península con el mar a través de canales navegables es un proyecto que hoy naufragaría entre lágrimas de pitorreo en un Consejo de Ministros, pero hace un par de siglos, cuando el comercio del país zozobraba a lomos de mulas y asnos, por carreteras pocas y detestables, y a unos precios de chillido -el viaje de Madrid a Barcelona en diligencia duraba ocho días y costaba lo que ganaba un artesano acomodado en un año-, a ningún consejero de Carlos III debió de parecerle motivo de cuchufleta.La idea no era nueva. Felipe II ya había intentado -un poco a la diabla- canalizar el Tajo hasta Aranjuez, y su nieto Felipe IV había recibido incluso a una corajuda flotilla llegada al Real Sitio desde Lisboa. Mas ahora, en pleno Siglo de las Luces, existían los medios y el optimismo para alumbrar un plan más ambicioso: un canal navegable de 771 kilómetros que, partiendo de una presa que habría de construirse a la altura de Torrelodones, enlazaría las cuencas de los ríos Guadarrama, Manzanares, Jarama, Tajo, Riansares, Záncara, Jabalón, Guarrizas, Guadalén, Guadalimar y Guadalquivir. Lástima que no llegara a buen puerto.
La presa del Gasco, que así se llama, comenzó a levantarse en 1785 sobre planos del ingeniero Carlos Lemaur y se acabó, de mala manera, en mayo de 1799, cuando parte del paramento meridional se desmoronó en medio de una espantosa tormenta.
El ingente muro de calicanto -de unos 150 metros de largo por 70 de alto- y varios tramos casi irreconocibles del vaso del canal son cuanto ha quedado del malogrado proyecto en uno de los pocos parajes aún bravos y solitarios del valle del Guadarrama, que si se ha librado de la furia urbanizadora de los municipios circunvecinos -Torrelodones, Las Rozas y Galapagar- es porque el río surca una garganta granítica de paredes tan escarpadas que, para morar aquí, sería menester acarrear los víveres con garruchas. El contraste entre el tajo selvático donde yace la presa del Gasco y la edificación a trochemoche que ha arruinado el resto del valle se presenta de golpe, brutal, al acercarse a aquélla desde la urbanización Molino de la Hoz, que está junto a la carretera de Las Rozas a El Escorial, nada más cruzar el río Guadarrama.
Ristras de chalés sin carácter se suceden hasta que, tras tomar a la izquierda por las calles de Azor, Azagador y Azulón, se llega a una curva a la diestra donde el asfalto asciende alejándose del fondo del valle.
Aquí nace, a mano contraria, el camino de tierra por el que vamos a comenzar nuestra andadura río arriba en busca de la presa; un camino que, en apenas un centenar de metros, muere en una explanada, donde deberemos tirar a la derecha por una empinada trocha para entroncar enseguida con una nueva senda, ésta horizontal, que nos va a permitir proseguir valle arriba, lejos de las zarzas y escarpaduras que hacen intransitable la orilla. Llegados a un pinarcillo, reconoceremos los restos del canal y, avanzando a su vera, nos plantaremos en la presa a media hora del inicio.
El desaforado murallón de granito sirve hoy de mirador para los excursionistas que se asoman al abismo de la garganta mientras resuelven qué dirección seguir. Unos regresarán por el mismo camino. Otros, más osados, bajarán a la orilla contraria -ribera virgen de fresnos, sauces y encinas- a curiosear en las ruinas de una casa que, a juzgar por los magnos sillares, es contemporánea de la presa; un poco más adelante, surge un camino ascendente que va a salir a la carretera de Las Rozas a El Escorial, a un kilómetro y medio de la urbanización Molino de la Hoz.
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