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Vida civil y tiempo de campaña

En los próximos meses asistiremos a la sobreactuación de nuestros líderes políticos. Escucharemos hasta el límite de nuestra paciencia cívica, frases hechas y publicitarias, frases perspicaces y frases torpes, muchas de ellas con distinta apariencia pero con la misma sustancia. Frases de unos y de otros, intencionadas y malintencionadas, pero todas compartirán casi seguro un mismo objetivo: establecer diferencias, marcar distancias, decir que el otro lo hace mal. Y todo para convencer al ciudadano. Un ciudadano al que, en su vida civil, se le intentan inculcar actitudes muy contrarias, diciéndole constantemente que no son buenos los prejuicios contra los otros, que debe confiar, tener una mentalidad abierta y ser tolerante con los demás, al margen de sus lealtades y de sus grupos de pertenencia. Entramos de lleno en una primera contradicción: la vida civil y el tiempo de campaña parecen guiarse por actitudes absolutamente contrarias, produciendo una especie de hemiplejia cultural en el ciudadano. La segunda contradicción tiene que ver con el mundo de las ideas. Con la ayuda de los medios de comunicación, de las nuevas tecnologías del conocimiento y con el apoyo de algunos intelectuales, la sociedad civil intenta desmantelar la creencia en las verdades absolutas, dogmáticas y sustituye la competición por la construcción entre todos. Mientras tanto nuestros líderes políticos parecen empeñados en heredar los vicios de la ciencia y de la mentalidad clásica, de la sociedad de otras épocas, defendiendo verdades irrefutables y autoridades inamovibles. No es malo marcar diferencias y fomentar la diversidad de criterios, pero se convierte en algo perverso y produce efectos diabólicos cuando se mantienen como verdades únicas. El principio básico de las elecciones democráticas supone, entre otras cosas, desarrollar percepciones y visiones alternativas, no verdades absolutas, para que el protagonista y actor principal, el ciudadano, valore y decida otorgar su confianza a un conjunto de ideas y de políticas institucionales. El enfrentamiento radical tuvo mayor sentido en otros tiempos, cuando imperaban las ideologías, cuando las sociedades eran estructuras jerárquicas en las que cabía distinguir entre niveles y funciones. Eran tiempos y sociedades dicotómicas, formadas por grupos cerrados y diferenciados, sociedades en las que aún se podían establecer grandes diferencias entre izquierda y derecha, entre economía y cultura, entre salud y enfermedad, por no mencionar entre hombre y mujer, entre niño y adulto e incluso entre hombres y otras especies. Hoy no estamos en esa sociedad de las diferencias, todo lo contrario. Estamos en una sociedad de la comunicación según la cual, como sucede en internet, todos son necesarios y nadie imprescindible en la construcción de la cosa pública, al margen de las peculiaridades y lealtades de cada uno. Sin embargo, la sociedad global no parece afectar a la política, por lo menos a la local y mucho menos a nuestros políticos, que siguen realizando estrategias de la diferencia. Y así pasamos a la tercera contradicción. Si no existen ya los grandes discursos y la política debe ser sobre la vida cotidiana, sobre la política real, la de los hechos de las personas, de nuestros barrios, pueblos y ciudades, ¿por qué nuestros políticos siguen desarrollando hábitos de competición y enfrentamiento radical, y no practican la tolerancia que se le exige al ciudadano y que requieren las sociedades de finales de siglo? Son tres contradicciones que están invadiendo la próxima campaña. Tres contradicciones que ponen de manifiesto que la vida civil y la vida política siguen caminos diferentes, que los hábitos y creencias que se inculcan al ciudadano no son las que rigen a los líderes políticos. Estamos ante éticas distintas. Lo más importante de esa disparidad es que deja al descubierto la resistencia de los partidos políticos clásicos a abandonar la cultura que tuvo sentido, fue eficaz y dio grandes resultados en las sociedades racionalistas e industriales, pero que puede ser un freno ahora para el desarrollo no sólo de la vida política, sino también para la consolidación de las nuevas habilidades sociales que se necesitan para afrontar la complejidad actual. No deja de ser curioso, aunque es perfectamente comprensible, que sean precisamente los políticos los que tienen más dificultades para romper con la vieja creencia en el poder y la expansión, pues de eso se trata cuando intentan ganarse al electorado con frases de publicidad política. Es lógico, porque sabiéndolo o no, son herederos primogénitos de las antiguas sociedades competitivas y agresivas, de aquellas sociedades que erigieron el poder y el dominio como motor básico de la cosa pública. Los partidos clásicos aparecen cuando las sociedades empiezan a crecer y reivindican cada vez más cuotas de igualdad y solidaridad, cuando se intenta distribuir todos los recursos y no sólo los económicos. Aparecen y tratan de canalizar, atemperar y dirigir ese potencial civil reivindicativo. Se dice que los ciudadanos se alejan cada vez más de la política, que existe un distanciamiento entre el político y el ciudadano. Es cierto si estamos hablando de política clásica, de enfrentamiento ideológico, pero no es así en la defensa de los nuevos valores sociales. Los políticos perciben las novedades que propugna el ciudadano y de ahí sus viajes al centro, sus democracias dialogantes y las terceras vías, pero se aferran y echan de menos lo que les es habitual. Parece que de momento no son capaces de incorporar esas novedades y se acomodan en la reactancia, negándose a aceptar las nuevas sensibilidades. Las políticas y la democracia real que todos ellos mencionan, exigen creatividad, tolerancia y abandonar la cultura política de las verdades absolutas y de la competición radical. Serán más creíbles cuando elaboren discursos donde su verdad se convierta en una entre otras muchas posibles a elegir, del mismo modo que serán más eficaces y coherentes con los tiempos que corren si trabajan juntos en la construcción de una sociedad que les otorga su confianza. Solo así acabará la filosofía del "nosotros somos mejores" y el abismo entre la vida civil y el tiempo de campaña.

Adela Garzón es directora de la revista Psicología Política.

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