La gran sacerdotisa
La salida a escena de Jessye Norman fue imponente. Con melena afro hacia atrás, diadema dorada, pendientes relucientes, indumentaria amplia y vistosa en blancos y negros, y andares y sonrisa de diosa antigua, la soprano americana acentuó desde su aparición su aire de diosa placentera que sólo admite una relación de admiración. Con Jessye Norman no queda más remedio que rendirse a sus pies. La gran sacerdotisa apareció y, como corresponde a su hechizo, calmó los ánimos revueltos de la sala, con los de arriba (anfiteatro) increpando a los de abajo (patio de butacas) que llegaban tarde, seguramente por el tráfico y la lluvia. El recital se iba retrasando entre palmas de protesta de los pisos altos. No fue excesiva la tardanza, 10 minutos, pero sí suficiente para caldear el ambiente.La forma de canto de Jessye Norman tiene un curioso equilibrio entre lo refinado y lo popular. Ella sabe que su opción es diferente a la de otros cantantes, tanto por sus raíces como por la asimilación de culturas.
Jessye Norman Con Mark Markham (piano), cuarteto de cuerda Castagneri, Y
Rousseau (contrabajo) y D. Pouradier (percusión). Obras de Richard Strauss, Ernest Chausson y Duke Ellington. Teatro Real. Madrid, 11 de marzo.
Vino esta vez a Madrid con tres de sus bazas más firmes: Richard Strauss, la canción melódica francesa y el espiritual americano. Jugaba bien sus cartas la última diva.
El sector de público revoltoso de arriba fue el que reconoció y aplaudió con más calor la primera parte del recital, dedicada a Richard Strauss. La melodía fue llevada magníficamente por la soprano de Georgia. Es un Strauss quizá excesivamente correcto, sin forzar la máquina, con algunas asperezas en la zona aguda y con un punto de monotonía, pero también es un Strauss contemplado sin artificialidad, sin retórica, formalmente bien estructurado. La voz de Norman ha perdido esmalte con respecto a los fabulosos Strauss que hizo en Madrid en enero de 1982, pero el estilo y la interiorización perviven.
Viaje francés
La identificación de Jessye Norman con la melodía francesa ha sido y es providencial. Se acompañó de un cuarteto de cuerda y piano en la Canción perpetua,de Ernest Chausson, una joya, que la cantante desempolvó con rigor, concentración, un aroma muy idiomático y, de nuevo, con una pizca de monotonía expresiva. Con Los caminos del amor, de Francis Poulenc, ofrecida como segunda propina, complementó su invitación al viaje francés, recreando con maestría uno de los hitos que la han hecho célebre, aun cuando rozó el amaneramiento en alguna frase aislada. Fue, no obstante, uno de los momentos mágicos de la noche.Otro sería el Padrenuestro, dentro del apartado dedicado a Duke Ellington, con arreglos de Bruce Saylor y Augustus Hill. Al piano y al cuarteto de cuerda se unieron un contrabajo y una batería. Una batería en el Real: qué extraña visión y, sin embargo, qué refrescante. Jessye Norman vive esta música hasta el último de los poros y combina en ella los registros de jazz con los más ortodoxos de la música culta. Los cambios y forzamientos bruscos de la voz tienen sus riesgos, y en un momento a Norman se le quebró, pero el público, ya entregado, disculpó el gallo, reconociendo el arrebato espiritual que la gran sacerdotisa estaba desplegando en su elemento más natural.
De paso, Duke Ellington, del que este año se cumple el centenario de su nacimiento, reivindicaba con razón la absoluta continuidad de la música clásica y el jazz. Fue un homenaje merecido. Una hermosura de programa, resuelto con altibajos, y un éxito rotundo. El Real lo necesitaba.
Babelia
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