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El sexto aniversario de una ley inútil

El 18 de marzo de 1995, el Parlament aprobó la Ley del Sistema Bibliotecario de Cataluña con un amplio consenso político ya que en su redacción participaron todas las instituciones que estaban trabajando en el ámbito de la lectura pública. Inmediatamente se empezó a trabajar en el reglamento necesario para convertir la mera declaración de intenciones que era la ley en un instrumento útil para todos los agentes implicados en la lectura pública en Cataluña. Después de varios intentos, en 1997 se llegó a una redacción del reglamento que satisfacía plenamente a todas las partes implicadas ( Federación de Municipios de Cataluña, Asociación Catalana de Municipios, Diputación de Barcelona y Generalitat de Cataluña). Desde entonces, dicho reglamento ha ido pasando un calvario de despacho en despacho y de asesoría jurídica en asesoría jurídica sin que el Gobierno de la Generalitat haya sido capaz de publicarlo. Cada cierto tiempo corre el rumor de que esta vez sí se han superado todos los escollos y su publicación es inminente, pero lo único verdaderamente cierto es que, seis años después de aprobarse la ley, el decreto sigue sin ver la luz. La misma suerte ha corrido el Mapa de Lectura Pública, el instrumento de planificación necesario para desarrollar el sistema con coherencia. Mientras tanto, la Diputación de Barcelona sigue cumpliendo su Programa de Bibliotecas -sólo este año se inaugurarán más de 20 bibliotecas- sin saber con certeza si algún día todos estos equipamientos formarán parte de ese ente fantasma que un día se dio en llamar Sistema de Lectura Pública de Cataluña. Cuando se pregunta a los responsables del Departamento de Cultura el porqué de este retraso nunca se consigue una respuesta clara, quizá porque no la hay o porque ésta responde exclusivamente a móviles partidistas. No quisiera ser malpensado, pero tengo la sensación de que si no prospera el reglamento es porque en él se demuestra y se reconoce que las diputaciones pueden hacer, y hacen, de verdadera administración regional que basa su labor en la cooperación con los ayuntamientos y en la gestión por delegación. En efecto, la ley de 1993 establecía la distinción entre los servicios nacionales y los regionales, y el texto consensuado del reglamento venía a establecer cuáles son exactamente dichos servicios y, lo que es más importante, a quién le corresponde cubrirlos. La lectura pública es competencia de los ayuntamientos, igual que la titularidad de las bibliotecas, pero hay una evidente necesidad de que alguien coordine desde la supramunicipalidad aquellos servicios que van más allá de la estricta atención al público. Éste es el marco que el reglamento estaba destinado a dibujar, y en el que se reconocía que el interlocutor con el usuario de la biblioteca debe ser el ayuntamiento, por una elemental cuestión de proximidad al ciudadano, y que, por tanto, habría de ser el ayuntamiento el que estableciera las normas de funcionamiento de dichos centros y administrara su personal. El reglamento también reconocía, como es de estricto sentido común, que los servicios regionales de apoyo los prestarían las diputaciones, siguiendo el modelo de lo que ha venido haciendo hasta el día de hoy la Diputación de Barcelona. Y se reconocía la necesidad de que el Departamento de Cultura de la Generalitat colaborase económicamente en la construcción de las bibliotecas. Habría cuatro redes provinciales que agruparían todas las bibliotecas de titularidad municipal de su territorio -con lo cual se acabaría con la duplicidad entre las redes de la Generalitat y la Diputación-. Estas redes, gestionadas por las diputaciones, estarían coordinadas y supervisadas por el Departamento de Cultura y su conjunto formaría el Sistema Bibliotecario de Cataluña. El reglamento había dibujado, por tanto, un paisaje de una claridad y una racionalidad encomiables que podría sentar un precedente para el replanteamiento de otras leyes sectoriales de la cultura catalana. ¿Será quizá por

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