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360 grados

Elvira Lindo

En una noche de verano de 1992 vi por primera vez un muerto. La verdad es que ya lo había visto por la tarde, pero cuando lo vi sentado en uno de los bancos que bordeaban la plaza de Vázquez de Mella no pensé que estuviera muerto. Creí que estaba durmiendo el tortuoso sueño de la heroína porque tenía la cabeza caída sobre el pecho, en una de esas posturas imposibles que adoptan los yonquis cuando están en trance. No le vi los ojos porque no me acerqué. Los vecinos estábamos acostumbrados a mirarlos de lejos. Si te acercabas se quejaban: les desconcentrabas, no acertaban con la vena. Yo tenía que andar con cuidado de que no se arrimara mi perro, al que le gustan especialmente los olores de la gente que vive en la calle y se sube a los bancos para lamerles la cara. No estaban para eso, no estaban para nada.A pesar de la sordidez de la plaza de Vázquez de Mella, una plaza que se había elevado estúpidamente para poder construir debajo un aparcamiento, allí subíamos unos cuantos vecinos todos los días: dueños de perros, algunos niños, adolescentes los fines de semana. Y decía que no supe que aquel joven estaba muerto hasta que volví por la noche a darle una vuelta al perro y allí seguía, en la misma postura. A su lado, dos policías habían extendido en el suelo un trozo enorme de papel de aluminio. Es como si el hombre sentado estuviera siguiendo sin rechistar los pasos previos a su retirada final. Lo colocaron sobre el papel y lo envolvieron en el suelo. Nadie le pasó la mano por la cara para cerrarle los ojos. Si mirabas hacia arriba, hacia la Telefónica, la noche adquiría un relieve expresionista. Si mirabas hacia arriba se podía decir que aquel pobre muchacho había muerto en un lugar hermoso.

En esa plaza aprendí mucho sobre la compasión humana. Por las tardes subía una pandilla de niños salvajes, muy agresivos. Torturaban a los perros y te buscaban las vueltas. Una vez vi que tiraban piedras a una joven prostituta. En una de ésas le acertaron en la cabeza y la joven empezó a llorar. Estaba asustada de seis niños que no superaba ninguno los 12 años. Dos señoras salieron a los balcones de la plaza y empezaron a reprender a aquellos demonios. "¡Dejadla en paz, es que no veis que está enferma!". Yo me uní tarde y mal a sus voces.

Una noche ocurrió una cosa tragicómica: paseaba con un compañero de la televisión cuando algo que decían dos que estaban sentados en el suelo picándose nos hizo volver la cabeza. "Mira, tío", decía uno mientras tiraba de la goma con la boca, "el que va con esa piba trabaja en el programa de Teresa Campos". Nos sorprendió un comentario tan terrenal en un momento en que se preparaba para salir volando. Me hice amiga de dos niños que pasaban la tarde en aquel sitio inhumano. Vivían de pensión con sus padres y soñaban con un piso de alquiler en el Pilar. El pequeño me admiraba porque yo leía los libros del tío que le gustaba a su padre: Simenon. Pocos niños he visto tan dulces como ése. Un día su padre pasó de lejos y levantó la mano para saludar a sus hijos. Yo lo había visto trapicheando con droga por allí. Los niños hablaban de un negocio del padre que estaba a punto de darles el dinero necesario para aquel piso tan deseado.

Cuando en la plaza el ambiente se ponía muy espeso, el suelo era un vertedero y los bancos ofrecían escenas terribles, las señoras recordaban cómo era aquello antes de la demolición, cuando tenían árboles y columpios y un quiosco donde en verano los condenados al estío madrileño se consolaban charlando hasta las tantas. Otros se quedaban en el balcón, en pantalón de pijama, en camisón, con ese aire de andar por casa que tiene el Madrid de los calores. En esas conversaciones nostálgicas, nadie tenía fe en que aquel nido de cucarachas fuera a conocer un mañana distinto. Al fin y al cabo, la plaza había sido destruida hacía nada, en los setenta. Pero hace unos meses llegaron las máquinas excavadoras y los obreros, y el progreso hortera de los setenta se empezó a venir abajo. El plan de rehabilitación anunció una plaza con árboles, columpios y un quiosco donde en verano los condenados se consolarían de no poder irse al mar. Los vecinos esperan con alegría el día en que el pasado vuelva a surgir ante sus ojos. Los historiadores debieran decir que a veces la vida gira 360 grados.

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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