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Tribuna
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Cuatro años de inactividad

Volvió Juan Antonio Ruiz Espartaco rodeado de una expectación enorme. No era sólo por su retorno sino porque lo hacía acompañado de dos de las figuras que aspiran a ocupar el trono que dejó vacío a causa de una lesión.Durante los cuatro años que Espartaco estuvo ausente, un plantel de jóvenes matadores pugnó por sucederle en el mando del toreo. Entre ellos, Joselito y Enrique Ponce, que ya intentaron desbancarle cuando estaba en activo. Joselito se ha retirado, pero quedan, entre otros, José Tomás, El Juli y el propio Ponce; los dos últimos alternantes ayer con Espartaco en el coso de Olivenza (Badajoz).

Fue una lesión lo que quitó a Espartaco del toreo. Paradójicamente no una lesión producida por asta de toro, sino por un lance futbolístico, durante un partido benéfico. El traumatismo de rodilla resultó ser de largo alcance. Pasó varias veces por el quirófano, viajó a Estados Unidos para que le examinaran los mejores especialistas, siguió en Barcelona un concienzudo tratamiento de rehabilitación. La ciencia hizo mucho, pero aún más la voluntad del hombre, que luchó tenazmente para recuperar la normalidad del miembro afectado.

Llegó a temer Espartaco que acabaría inútil para la profesión. Ponerse delante de un toro, aun a manera de prueba, era una temeridad. Parece como si fueran los deportistas quienes más necesitan estar en plena forma pa-ra desarrollar su actividad. Pero no es cierto. Los toreros precisan de mayor fuerza y agilidad. El movimiento del torero durante la brega y la instantánea reacción refleja cuando se cierne de súbito el trance de la cogida son de una sutilidad apenas perceptible, pero requieren una preparación física formidable, una puesta a punto perfecta.

Tan sólo unos meses hace, al decir del torero, que tomó la decisión de ponerse delante de un toro. Fue como ir a por todas, aunque en la soledad de la placita de tientas. Y dio buen resultado. La rodilla respondía, la fuerza era cabal. El poder de Espartaco, sin embargo, estaba en la mente. Su propósito de reaparecer no había dejado de latir en su alma de torero. Y vino de inmediato la ilusión, que incluye el ajetreo de la actividad taurina y, sobre todo, la ambición de recuperar el trono que dejó vacío.

Durante ocho temporadas consecutivas Espartaco había sido el mandón del toreo. Tenía los honorarios más altos, era el eje de todas las ferias, elegía plazas, fechas y ganaderías. No se trataba de un torero de arte o, por lo menos, no cifraba en el arte sus triunfos. Pundonoroso, sobrado de técnica para desarrollar su estilo -por cierto, muy discutible y poco ortodoxo-, ambicioso, valiente, advertía de inmediato las condiciones de los toros, los muleteaba con enorme facilidad, no daba faena por perdida. De similar corte es Enrique Ponce, que ha ocupado su puesto -no se sabe si transitoriamen-te- durante los cuatro años de ausencia.

Pero hubo un momento en que Espartaco, siempre atlético, extravertido, sonriente en sus actuaciones, cambió el tono y el temperamento. De repente, se le veía crispado, muy propenso a dirigir miradas furibundas a su padre y a su apoderado, que se encontraban en el callejón, como si les estuviera reprochando la condición del toro. Y su propio toreo se crispaba también. No eran buenos signos. Llegó una feria de Sevilla y, perseguido por el toro después de una estocada, sufrió un tremendo volteretón. Sobrevino la lesión de rodilla en el partido de fútbol benéfico. Y pareció que la carrera del torero había terminado.

Al principio de los setenta ya iba de novillero puntero. El apodo lo heredó de su padre, que asimismo fue torero y se lo puso aquel apoderado irrepetible -in-ventor de El Cordobés- que se llamó El Pipo. Como nació en la población sevillana de Espartinas y por aquellos años sesenta triunfaba la película de Stanley Kubrick Espartaco, le bautizó con ese nombre.

Manuel Benítez, El Cordobés, le dio la alternativa al joven Espartaco en Huelva el 1 de agosto de 1979 en presencia de Manolo Cortés. La confirmó tres años después en Las Ventas, donde se prodigó poco y tuvo escasa fortuna, hasta que cuajó una celebrada faena a un toro de Alonso Moreno el día de San Isidro de 1985. Este éxito, varias tardes cumbre en La Maestranza de Sevilla y su regularidad en la práctica del toreo moderno le convirtieron en figura máxima de la fiesta.

Vuelve, y quizá no vaya a ser igual. Enrique Ponce y también José Tomás, que se han ganado el favor del público durante su ausencia, no van a ceder gratuitamente el terreno conquistado; ha irrumpido arrollador El Juli; una baraja de jovencísimos matadores viene pegando... Y Espartaco ya no es un niño: pronto cumplirá los 38 años.

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