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Tribuna
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¡Viva Pinochet!

Con justificada expectación se espera, cuando esto escribo, la decisión de los lores sobre el futuro destino de Augusto Pinochet. Permanece la incertidumbre de si vendrá a España para responder de los crímenes que se le imputan o regresará a Chile para vivir un dorado retiro, pues no duda nadie de que en su país no será juzgado.Pero no es eso lo que en estos momentos más nos debe preocupar. Vaya donde vaya, aunque ojalá sea a España, la sombra de los crímenes le acompañará siempre, incluso después de muerto. Y aun en el supuesto de que el fallo de los jueces británicos sea favorable a su persona, seguirá en España tramitándose el sumario para el esclarecimiento de los hechos que en él se persiguen. Morirá, si no es extraditado, en Chile y de él no podrá salir, pues, como presunto criminal, orden de busca, captura y detención internacional habrá contra él.

Lo realmente preocupante es comprobar cómo en los últimos tiempos han desplegado sus baterías a favor de su siniestra persona -defensor, según dicen con la mayor desfachatez, de la cultura y civilización occidental, que algo nos recuerda a los españoles- los poderosos de siempre. Los que a lo largo de la historia han demostrado en todo momento que tienen la fuerza frente a los que tienen la razón. Son los que, en defensa de sus intereses, nunca pierden y siempre ganan. Son las fuerzas del mal; aquellas a las que la democracia no perjudica de forma sensible sus turbios intereses y de ella se benefician y que, cuando un iluminado golpista fascista contra ella se rebela, desaparecen del mapa a la espera de ver lo que pasa. Cuando el golpe triunfa en su línea criminal, a él se unen y con él colaboran. Cuando la dictadura se tambalea, al no recibir apoyos internacionales al tiempo de perder fuerza en el interior, la abandonan y claman entonces por la democracia, en la que entran nuevamente como esforzados paladines de las libertades. Y así sucesivamente. Colocan siempre sus piezas aquí y allá. Siempre ganan.

Frente a ellos están los que siempre pierden. Son los más desgraciados, los que únicamente con la democracia ven respetada su dignidad. Los que ante un golpe de esas características, al perderla, pierden al tiempo su libertad, cuando no sus vidas. Son los más generosos, los que hacen el esfuerzo mayor cuando las libertades se recobran y nuevamente perdonan a sus verdugos, que con ellos vuelven a convivir, y así sucesivamente. Sólo con la democracia ganan algo. Siempre con la dictadura pierden todo.

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Y no me refiero, obviamente, a quienes, cualquiera que sea su ideología, en países de potencia media en los que la democracia no está plenamente consolidada, gobiernan aceptando las reglas del juego de la mejor buena fe, sino al Poder. Al Poder real que permite la existencia de Gobiernos de diferentes colores si sus intereses no están en peligro, poniendo en movimiento, en caso contrario, todas las fichas de las que dispone y ¡ay de aquel Gobierno que se oponga a sus intereses! Bien lo comprobó Chile en 1973 y bien padecen los chilenos sus zarpazos en 1999. Y ese Poder, como el momento ha llegado, es el que decide de pronto que Pinochet no debe ser extraditado porque sus intereses están en peligro. Y adoptando la forma de un venenoso pulpo, extiende su poderío a través de sus numerosos tentáculos para evitarlo a toda costa. Y algunos, aunque no deberían hacerlo, ceden ante él, siendo el lector lo suficientemente inteligente para saber perfectamente dónde está y quién es ese gigantesco pulpo que influye sobre tantas vidas y haciendas. Baste con citar dos ejemplos bien cercanos en el tiempo como muestra de los tentáculos que ese Poder utiliza.

En efecto. Siguiendo el juego al monstruoso pulpo, algunas veces nos hemos visto sorprendidos por la postura que adopta quien ha regido los destinos de un país modelo en la defensa de las libertades y la democracia. Y así, aun en contra de la opinión de dirigentes de otros países que, al menos aparentemente se rebelan contra el pulpo y claman por el respeto a las leyes que el propio pulpo aceptó y en contra de muchos de sus compatriotas con sensibilidad, Margaret Thatcher, invocando la guerra de las Malvinas, presiona sobre los lores sin recato alguno y degusta el té con el dictador. No tomará el té a las cinco de la tarde con los familiares de las víctimas, no, ni siquiera un café con leche. Son gentes molestas, cuyos derechos topan flagrantemente con los intereses del pulpo. Preferible es para esa dama alternar con quien representa todo lo contrario de lo que a lo largo de la historia ha caracterizado al pueblo británico. El dictador ha representado siempre los intereses del pulpo y eso basta. La democracia, la libertad y dignidad de un pueblo, como el chileno, nada importa si eso irrita al gigantesco pulpo.

Pero he aquí que, por si ello fuera poco, unos señores del Vaticano, con puestos de alta responsabilidad, influenciados por el mismo monstruo, escriben al Reino Unido invocando la edad del generalito para que no sea extraditado, pues es ya muy mayor el pobre. Nada dicen de las víctimas, entre las que se encuentran católicos practicantes. Malos católicos, claro, porque en su momento apoyaron, al parecer, a un médico enloquecido, a un pérfido rojo, a un mal patriota.

Esta injerencia incomprensible por parte de quienes son pastores de los más necesitados, así ha de presumirse, se han encargado de aclarar rápidamente que el Papa nada tiene que ver en el asunto. No ha de presumirse, se nos dice, lo contrario, dado que en sus numerosos viajes habla constantemente en contra de la pena de muerte y defiende los derechos humanos al tiempo que denuncia sus constantes infracciones. Siendo ello así, es de suponer que como jefe de Estado que es, exigirá responsabilidades políticas y rodarán cabezas. Las responsables de tal disparate, que se permiten escribir sin su consentimiento. Por lo menos, por lo menos, es de esperar un expediente disciplinario. No ha de perderse el optimismo. Decía Alphonse Karr: "Muchas veces se confunde a los jueces con la justicia y a los curas con Dios, por lo que muchos hombres desconfían de la justicia y de Dios". Demos, pues, por bueno que tan importantes señores han habla-

do, mejor dicho, escrito, en su propio nombre.Por lo que a la justicia se refiere, el pulpo está desconcertado. Ante unos insolentes británicos que hace casi cinco meses tienen detenido a Pinochet. Ante unos fiscales españoles que denunciaron los hechos hoy perseguidos, ante un instructor que, según él, es pagado por la Internacional Socialista e inventado un cuento atroz fruto de su egolatría, ante once miembros de una Sala que proclaman su competencia para conocer de los crímenes cometidos durante la barbarie y ante los fiscales ingleses y de otros países democráticos extranjeros, al parecer todos ellos enloquecidos.

Por ello ha puesto en marcha -para defender lo que interesa a su Poder, es decir, los grandes intereses económicos y los de alguna que otra potencia, identificados en perfecta simbiosis con los de unos desalmados reaccionarios vestidos de uniforme, despreciando los derechos humanos al parecerle una soberana majadería-, una campaña a través de medios de comunicación de numerosos países y, al tiempo, desplegado todos los medios materiales y espirituales a su alcance. Vivimos unos tiempos en los que una buena parte del mundo se debate ante una terrible encrucijada. El respeto al derecho nacional e internacional, a la ley y la justicia o vivir sin dignidad, al depender su existencia de las conveniencias del Poder que constantemente amenaza con sus temibles tentáculos. Ser o no ser. He ahí el dilema.

Pero, incida o no todo ello sobre la decisión de los lores y los trámites posteriores, lo que nunca conseguirá el Poder, bajo la forma del temible pulpo, es que quienes creemos realmente en la justicia gritemos, como es su deseo: ¡Pinochet tiene 83 años, viva Pinochet! Aunque se ría de nosotros. Día llegará en que, al fin, podamos reír los últimos.

Juan José Martínez Zato es fiscal de sala del Tribunal Supremo y jefe de la Inspección de la Fiscalía General del Estado.

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