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La maté porque era mía

MANUEL TALENS En los últimos años, desde que parece haberse puesto de moda matar a las mujeres, el País Valenciano ha pagado con creces su canon de este lamentable tributo. La última ha sido en Elche, pero ya he perdido la cuenta de las víctimas que han ido aquí cayendo a manos de hombres para quienes el sexo "débil" es un objeto que se utiliza, se posee y se destruye si no cumple con la función que le ha sido encomendada: aguantar. Ya lo dice la tonadilla, la maté porque era mía. De puro guapo me he cobrado su traición, añade el tango de Gardel, y el preso número 9 remacha el asunto invocando razones metafísicas para justificar su delito ante Dios. Es un estado de cosas tan ordinario que no nos damos cuenta de que tales letras son la expresión cabal de una ideología en apariencia inalterable. ¿Hasta qué punto son marginales los asesinos de mujeres? ¿No serán más bien el ejemplo extremo de una tendencia machista generalizada y familiar, que se tolera sin problemas y que aprovecha el exceso de la sangre para crear una fachada de justicia encarcelando al "malo", pero sin poner nunca el dedo en la llaga del monopolio masculino de la maquinaria social? ¿Se hubiera podido esperar algo mejor de una cultura judeocristiana que, ya en el Génesis (3:16), puso en boca de Jehová la dominación absoluta de Eva por parte de Adán? El juez italiano que acaba de absolver a un violador (racionalizando la dificultad que existe para quitarle a alguien los pantalones vaqueros y culpando implícitamente a la muchacha de haber sido atacada) es tan delincuente como el individuo que asesta un navajazo a su compañera, pero la toga lo sitúa del lado de la ley. ¿Y qué es la ley? Pues, tal como dejó escrito Lewis Carroll, lo que emana del poder, algo que no necesariamente coincide con la razón. Un ejemplo: la salvaje masacre de mujeres y niños iraquíes por parte del "socialista" Blair y de su gran amigo Clinton, en nombre de la democracia. Otro ejemplo más, éste retórico: las recientes directivas de la Congregación vaticana para la Doctrina, aconsejando a los divorciados vueltos a casar que se separen de su nueva pareja o que vivan con ella "en total abstinencia", recomendaciones que, además de estúpidas, son perversas. El mayor enemigo de la mujer no es sólo el ideario que hoy triunfa en cada cenáculo de Occidente, ese que la considera menor de edad o foto de papel cuché para masturbadores, cuando no mercancía epidérmica de prostíbulo. El enemigo es, también, el brazo pseudo-religioso que sustenta dicho andamiaje: la Iglesia católica, que, a pesar de su acostumbrada palabrería rimbombante sobre amor al prójimo, igualdad y derechos humanos, sigue sumida en la obsesión misógina del bajo vientre (mujer = carne = pecado). ¡Qué cruz! El estoico ciudadano, que ya tiene suficiente agobio con el hecho amargo de sobrevivir en nuestro pequeño mundo de peperos, tómbolas, jesusgiles y chorizos, ha de aguantar encima sermones nauseabundos de curas. No hay derecho. De aquellos polvos surgieron estos lodos y los jerarcas de Roma, que siempre despreciaron al sexo femenino hasta el punto de relegarlo al papel de mero espectador, son en parte responsables del impulso homicida de esa mano que siega la vida de un ser clasificado oficiosamente como secundario.

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