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La hora de las bajas expectativas

Hay algo profundamente desconcertante en la situación política que se está viviendo en España. El Gobierno comienza a acumular episodios de abuso de poder, corrupción y desprecio hacia las reglas del juego político mientras la indiferencia o el hastío parecen haberse adueñado del país. Casos muy parecidos, y en ocasiones de menor importancia, provocaron fenomenales escándalos hace tan sólo cuatro o cinco años, poniendo a la sociedad en un estado de continua agitación y turbulencia. ¿Qué ha pasado para que lo que en la anterior legislatura se consideraba intolerable hoy sólo se entienda como un conjunto de fastidiosas anécdotas que afean la labor de gobierno?Vale la pena repasar algunos hechos. El ministro de Industria y portavoz del Gobierno está acusado de actuar parcialmente en la cancelación de un crédito a una empresa en la que él mismo desempeñó un papel importante, a la vez que se van consolidando las sospechas de que desde su ministerio se reparten subvenciones con criterios irregulares y clientelistas. Por si esto fuera poco, ese ministerio aparece de nuevo como principal responsable de la ayuda billonaria a las empresas eléctricas, aprobada mediante procedimientos vergonzantes en el Senado a fin de evitar los habituales controles democráticos a los que se somete este tipo de decisiones. Además de zafarse de esos controles, el ministerio ha entrado en guerra abierta con un organismo independiente como la Comisión Nacional del Sistema Eléctrico por cuestionar la sabiduría de esta medida. Y cuando, para tratar algunos de estos asuntos, la oposición pide que se forme una comisión de investigación, el Gobierno se desdice de sus anteriores compromisos moralizantes y ataja el problema con una simple negativa, sin explicación alguna que justifique este curioso cambio.

Por otro lado, han salido recientemente a la luz los oscurísimos tratos del vicepresidente del Gobierno con el más oscuro todavía director del diario El Mundo, cuyos coleccionables se anuncian gratis en los telediarios de la televisión pública, sin que esta connivencia merezca otra cosa para el Ejecutivo que las patéticas bromas del presidente y la ironía gruesa de su vicepresidente. ¿Qué hubiera sucedido hace unos años si se hubiese descubierto que un ministro presionaba a un director de periódico para echar a un trabajador por criticar su gestión? Y el ex portavoz del Gobierno, después de haber amenazado groseramente a directivos de medios de comunicación, resulta que hoy dirige una empresa que coloca anuncios, muchos de ellos de Telefónica, en las cadenas de televisión. No sé si con ello se viola le ley de incompatibilidades, pero todos tenemos derecho a preguntarnos si ésta es la regeneración de la vida democrática o la resurrección de la socie-dad civil que se había prometido.

¿Qué está permitiendo que todos estos abusos pasen sin despertar apenas indignación? La respuesta es muy compleja. En parte, puede suceder que muchos ciudadanos no quieran que se les estropee el buen momento económico que vive España con historias políticas desagradables. En parte también, es indudable que, conspiraciones aparte, muchos de los que antes eran los periodistas más vociferantes hoy permanecen en un silencio que delata su auténtica condición. Y no se puede descartar que los nuevos votantes del PP que en 1996 apoyaron por primera vez a este partido para castigar al PSOE hoy no quieran oír hablar de episodios que demuestran que no había tanta diferencia en el comportamiento de ambos partidos en materia de ética política.

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Estas respuestas, aun siendo importantes, no agotan el problema. Hay que tener además en cuenta el decisivo papel de las expectativas en la política. Cuando el individuo espera que algo suceda, el suceso no le sorprende en absoluto. No pillándole desprevenido, carecerá de motivos para cambiar de opinión o actitud. No se verá forzado a reaccionar. Algo de esto ha ocurrido con el mal gobierno. Si los ciudadanos se han hecho a la idea de que los políticos van a actuar parcialmente, con insuficiente respeto por las reglas del juego, sin ofrecer explicaciones convincentes de sus actos, la confirmación de esas expectativas no tendrá consecuencia alguna. El efecto del mal gobierno habrá sido ya descontado en el momento mismo de haber elegido a estos políticos.

El juego de las expectativas es intrincado. Aunque para muchos Borrell sea un político de mayor talla que Aznar, el que las primarias elevaran tanto las expectativas no ha hecho más que perjudicarle. Aznar, en cambio, llegó al poder con unas expectativas tan bajas, que hoy pasma a casi todo el mundo que una persona así pueda dirigir los destinos del país. Mientras que la normalidad de Borrell está dificultando su carrera política, la normalidad de Aznar resulta tan sorprendente que incluso le está dando demasiada seguridad en sí mismo, según puede advertirse en la creciente hipertrofia de sus rasgos más inconvenientes, como las frases hueras que se quieren enigmáticas e ingeniosas, las risas a destiempo o el desprecio por sus rivales. Sólo por partir de expectativas tan bajas puede entenderse que el PP celebre tan fervorosamente el liderazgo de su jefe.

Los anteriores Gobiernos socialistas, al haber reaccionado ante los escándalos de corrupción y guerra sucia de forma tan decepcionante, pueden haber inyectado dosis de desconfianza en la sociedad que la anestesien ante nuevas manifestaciones de mal gobierno. Si la razón de que los actuales abusos no produzcan indignación se debe a las bajas expectativas de los ciudadanos, los responsables últimos son los propios socialistas, que ahora no consiguen con su oposición hacer mella en el Gobierno, a diferencia de lo que sucedía cuando eran ellos los que estaban en él y recibían los furibundos ataques de los populares y sus oportunos jaleadores. Es el desgaste de la política y la democracia que ellos mismos propiciaron lo que ahora les pasa factura al blindar inmerecidamente al Gobierno de Aznar frente a casos de corrupción que en otro momento hubieran acabado en formidable escándalo.

Con todo, el Gobierno actual no debería tratar de aprovecharse de las bajas expectativas que se han instalado en la sociedad. Si a pesar de esas bajas expectativas en algún momento se supera el umbral de la paciencia, la gente reaccionará con redoblada irritación, pues aunque daban por hecho un cierto grado de parcialidad y ventajismo en el ejercicio del poder, se les fuerza una vez más a enfrentarse con unos políticos que han abusado demasiado de su confianza.

Ignacio Sánchez-Cuenca es profesor de Ciencia Política de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona.

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