Visto para sentencia el juicio de la sangre con sida en Francia
El proceso de la sangre contaminada en Francia terminó ayer en París, tres semanas después de su inicio. La sentencia se hará pública el 9 de marzo. Los 15 jueces del controvertido Tribunal de Justicia de la República tendrán que decidir acerca de un proceso del que la prensa francesa ha escrito que "comenzó en medio del escepticismo y acaba sumiendo a todo el mundo en la duda".Ni el flamante tribunal ha parecido rodado, ni sus particularidades de jurisdicción especial han sido bien comprendidas: la gran mayoría de las víctimas no han podido constituirse en acusación particular, algunos de los testigos no han jurado decir toda la verdad porque figuran incluidos en otros sumarios y jurisdicciones.
Algunos expertos han manifestado que no parece razonable hacer subir al estrado de los acusados a tres ministros cuando luego contra uno de ellos -Laurent Fabius, ex primer ministro y actual presidente de la Asamblea Nacional- no se incluye prueba alguna en el sumario, y los otros dos -Edmond Hervé y Georgina Dufoix- ven como el fiscal pide su libertad.
Uno de los abogados de Fabius exigía ayer la "rehabilitación" de su cliente y pedía al tribunal que "explicase su inocencia a las víctimas", mientras que los letrados de los otros ministros reclamaban "una decisión de justicia y no una lección de civismo".
La presteza de Fabius
La diferencia entre las dos líneas de defensa determina también la imagen, ante la opinión pública, de los tres procesados. Fabius ha demostrado haber actuado con presteza y nadie ha probado que retrasase la legalización francesa del llamado test Abbott, que, por otra parte, no era ni bastante fiable ni podía ser distribuido en cantidad suficiente en 1985.
Sobre Hervé y Dufoix pesan una serie de disfunciones administrativas que cuestionan sobre todo a muchos profesionales de la medicina. Si en junio de 1983 un documento ministerial recomendaba reducir las recogidas de sangre entre los llamados grupos de riesgo, lo cierto es que los centros de transfusión sanguínea, que gozaban de autonomía, continuaron recogiendo en las cárceles hasta 1992.
La administración penitenciaria también se lava las manos ante una evidencia: Francia es el país de Europa con el más alto número de contagios de SIDA por transfusiones.
El proceso no sólo no ha aclarado todos los puntos oscuros, sino que además ha supuesto un retroceso con respecto a cuestiones que quedaron clarificadas en 1992 y 1993, cuando se juzgó a Michel Garretta, responsable máximo de los centros de transfusión en la época.
Condenar a los ministros, visto el proceso, perecería injusto, pero eximirlos de toda responsabilidad no les liberará a los ojos de los franceses de la sospecha popular de que los responsables políticos de primera magnitud gozan de una bula de la que no se beneficia el resto de los ciudadanos.
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