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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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Gamberrada poética SERGI PÀMIES

Hoy hace 60 años que murió, tres días después que su hijo, Ana Ruiz, madre de Antonio Machado. Ambos están enterrados en el cementerio de Colliure, bajo la misma desangelada lápida. La tumba ha sido uno de los lugares sagrados del exilio, parada obligatoria de un peregrinaje laico y republicano que culmina muy cerca de una frontera que, en su momento, llegó a ser tremendamente simbólica. Durante años, los que no podían regresar a España por razones políticas visitaban la tumba y se detenían a homenajear a un poeta que consideraban suyo, mientras que los que sí podían regresar le rendían tributo -a veces llegaban en autocares- para llevarle la contraria a una historia oficial que laureaba a pemanes y a otras hierbas de aroma y sabor franquistas. Todavía hoy, la lápida y su descuidado entorno siguen acogiendo ramos de flores anónimos e institucionales, coronas con brillantes cintas, placas conmemorativas y otras formas más o menos espontáneas de respeto, cariño y admiración. Yo tendría 12 años cuando, formando parte de una expedición familiar, la visité. No recuerdo casi nada, sólo que había una fotografía de Antonio Machado en la lápida y que, después de un silencioso paseo por el cementerio, me tomé una jugosa crêpe con mermelada en un chiringuito cercano a la playa. Pues bien: la fotografía de la lápida ya no está donde solía estar. Fue robada. Los culpables de semejante profanación no fueron intrépidos discípulos de Eric el Belga, ni traficantes rusos de iconos, sino dos jóvenes solteros, amigos y residentes en Barcelona y admiradores del poeta. Ocurrió a principios de agosto de1997. Colliure estaba en fiestas: bullicio, música callejera, fuegos artificiales. Los hoteles estaban llenos y los jóvenes tuvieron que alojarse en una pensión de Port-Vendres, a cuatro kilómetros. Cada día paseaban por Colliure, visitaban el cementerio, la playa, hablaban de su admirado Machado, lo recitaban, a veces bajo los efectos de una imprudente mezcla de whisky y coca-cola, sentados en un puente de madera con vistas al mar, bajo el cielo estrellado o en la barra de la discoteca La Boîte. La última noche de su breve estancia, a las tres de la madrugada, dominando a duras penas el vaivén de la euforia que produce la mezcla de alcohol y juventud, los amigos decidieron acercarse a la tumba. "Vamos a despedirnos del poeta", pensaron. No tuvieron que saltar ninguna verja porque, al parecer, la puerta del cementerio siempre está abierta. De repente, uno de ellos se acercó a la tumba y, sin medir las consecuencias de sus actos, arrancó una cinta con la bandera republicana que decoraba la lápida. El otro, para no ser menos, se llevó la placa de cerámica que reproduce el retrato fotográfico de un Antonio Machado con el traje de los domingos. La placa es rectangular. Mide 25 por 19 centímetros. Pesa 700 gramos. Hay una inscripción en el margen inferior izquierdo: Perpignan, Fleurs de France, y una raja, de arriba abajo, que parte trágicamente el retrato en dos mitades desiguales, por suerte más reconciliables que las dos Españas que tanto helaron el corazón de los Machado. Tras una carambola de casualidades, uno de los jóvenes que, aquella noche de agosto, sacudieron la tranquilidad del poeta, se ha puesto en contacto conmigo y me ha enseñado la placa. Según me cuenta, a la mañana siguiente de habérsela llevado, él y su amigo se arrepintieron, pero no se atrevieron a devolverla por miedo a que les pillaran. Desde entonces, él la ha tenido guardada en su casa y de vez en cuando la observa con detenimiento, buscando en la expresión del poeta alguna clave que le ayude a comprender mejor versos como "todo necio/ confunde valor y precio" o frases como "hay hombres que nunca se hartan de saber. Ningún día -dicen- se acuestan sin haber aprendido algo nuevo. Hay otros, en cambio, que nunca se hartan de ignorar". "¿Tú la habrías devuelto?", me pregunta. "Yo nunca me la hubiera llevado", le digo sin ánimo de juzgarle, ya que supongo que, al igual que los delitos y las deudas fiscales, las gamberradas de juventud también prescriben. Y además, me da la sensación de que, a pesar de no estar en el lugar que le corresponde -allí, al otro lado de la inútil frontera-, el retrato de Machado está en un sitio seguro: en manos de uno de sus lectores.

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