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¿Qué ciudad?

VICENT FRANCH Puede que esté hablando de tópicos, o de esa proverbial ingenuidad que es el lastre de la gente buena, pero no puedo dejar de repetirme que la habitabilidad de la urbe, que se concreta en un abanico de indicadores como son los índices de contaminación ambiental, los acústicos, las condiciones y facilidad con que el transeúnte puede desplazarse, la regulación del tráfico rodado, el soterramiento del transporte colectivo, las señalizaciones para la fácil identificación de las rutas a seguir para encontrar asistencia o información, la iluminación nocturna, la ausencia de malos olores, la seguridad ciudadana, los espacios públicos de uso colectivo, la estética arquitectónica, la calidad de vida colectiva, en suma, son contenidos cuyo tratamiento, previsión o decisiones se producen en el ámbito municipal, y constituyen el objeto esencial de las decisiones de las corporaciones municipales. Pero votamos menos en las municipales que en las legislativas, y parece como si nos interesase poco lo municipal. En la medida que vivo casi tres décadas en una gran ciudad, Valencia, y a pesar de que nunca me liberé de esa adicción que produce en el urbanita de aluvión su entorno infantil y juvenil, hasta el punto que permanentemente he vivido en la disyuntiva de volver al pasado renunciando a comprender las ventajas de la gran ciudad o cortar el viejo cordón umbilical con aquellos pagos que un día creí inamovibles o dúctiles a mi dominio, a pesar de esa duda que no cesa, siento los vertiginosos cambios que Valencia ha experimentado en 30 años con cierto vértigo ante la tremenda magnitud de los problemas que la acechan y que, por lo que se ve, está resolviendo mal. Dominada por los coches, que la ocupan, el ruido, cierta connivencia o permisividad con formas de ocio anarcoides la olla a presión de la ciudad se vacía los fines de semana del grueso de las clases medias que huyen, huimos, hacia la segunda vivienda (el paradigmático lugar tranquilo) dejando al resto de los ciudadanos de cuidadores impotentes de nuestros hijos y de los suyos sufriendo la orgía inútil y nocturna donde el que no dispone del climalit de rigor duerme sólo si vive en algún lugar que nadie quiere para morada de bareto o antro de la movida, o si tiene la suerte de no habitar en el precipicio de alguna gran arteria de la ciudad, por donde la sangre pasa mezclada con alcohol o lo que sea y rugir de motores. Y es que este fin de semana pasado, a propósito de asistir al concierto que dirigió Carlos Kleiber en el Palau de la Música, pernocté en Valencia en sábado después de algunos años de no hacerlo. No tengo suficiente columna para explicar que cuando hacia la una de la madrugada bajé a Poe y a Volga, mis queridos perros, a su merecido paseo por la avenida de Aragón el recibimiento de la ciudad a mi atrevimiento fue épico. Entre el bramar de los coches lanzados a toda velocidad hacia alguna parte y las legiones de cofradías de nomadeo a grito pelado mis perros no entendían cómo puede ser la noche de un sábado en la ciudad peor que el día. Horas después, asomado al balcón de mi casa, el rugido era aún más alocado y general.Daría mi voto municipal a quien simplemente me explique: y todo esto, ¿por qué? Vicent.Franch@uv.es

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