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Convencimiento y saña

La tercera España, la de don Francisco Giner de los Ríos, la de la Institución Libre de Enseñanza, la España europeizada que fracasó hace 70 años cuando intentó interponerse entre las otras dos antagonizadas, las de los otros dos Franciscos, es la que finalmente ha venido a prevalecer aunque su composición es biodegradable y le afecta la corrosión de los agentes de la intemperie. Es la España en la que estamos todos, la de la concordia, la de la Constitución de 1978 con la que se inauguró la paz después de 40 años de victoria, la que ha roto los versos de salutación de Antonio Machado a los españolitos que vienen al mundo y ha terminado derrocando su pronóstico de que una de las dos Españas habría de helarles el corazón. Algunos han elogiado las palabras del Rey hace unos días en Suráfrica donde dijo que "el camino de la libertad no termina nunca y el día siguiente hay que reemprender la marcha, pisoteando las semillas del odio y el resentimiento para obtener una cosecha de paz y reconciliación" y han echado en falta que no las diga por aquí.Pero esas palabras están dichas y repetidas aquí desde hace más de 20 años. Así, por ejemplo, en el discurso del Rey al promulgar la Constitución el 27 de diciembre de 1978. Entonces don Juan Carlos señaló que "si los españoles sin excepción sabemos sacrificar nuestras opiniones para armonizarlas con las de los otros, si acertamos a combinar el ejercicio de nuestros derechos con los derechos que a los demás corresponde ejercer: si postergamos nuestros egoísmos y personalismos a la consecución del bien común, conseguiremos desterrar para siempre las divergencias irreconciliables, el rencor, el odio y la violencia, y lograremos una España unida en sus deseos de paz y de armonía". Pero frente a cualquier anestesia, como nos tiene prevenidos Rafael Sánchez Ferlosio (Vendrán más años malos y nos harán más ciegos. Editorial Destino. Barcelona 1993), "es un error pensar que hacen falta muy malos sentimientos para aceptar o perpetrar los hechos más sañudos; basta el convencimiento de tener razón. Aún más, acaso nunca el sentimiento haya sabido ser tan inhumano como puede llegarlo a ser la convicción". Marcel Proust tenía observado que "hay convicciones que crean evidencias", de ahí el interés de algunas vacunas escépticas como la anotada por Machado en las primeras páginas del cuaderno Los complementarios, al reconocer aquello de "nunca estoy más cerca de pensar una cosa que cuando he escrito la contraria". En referencia a un ensayo de Gilbert Ryle distingue Claudio Guillén (Ensayo de literatura comparada. Tusquets, Barcelona 1998) entre "saber qué" y "saber cómo" y resalta que las matemáticas, la filosofía, la táctica, el método científico y el estilo literario no pueden impartirse sino sólo inculcarse, lo cual revela que éstos no son conjuntos de información sino ramas del "saber cómo", que no son ciencias sino (en el sentido tradicional) disciplinas. Se pregunta después nuestro autor si acaso no es más evidente que nunca "la tensión que se observa entre las complejidades existentes y los poderes de la simplificación, entre los cuales dos especies sobresalen y se imponen con particular fuerza, los nacionalismos -demoledores de diversidades, fabuladores de identidades- y los medios de comunicación -cultivadores de la yuxtaposición amorfa y amontonamiento trivializador". Para Claudio Guillén el amor que un poeta siente por su lengua no debe en absoluto subestimarse. "Buscar o encontrar las palabras, seleccionarlas, sopesarlas, medirlas: tal es la tarea que le da especificidad al trabajo del poeta; en esencia, la poesía es eso: palabra elegida", tiene dicho Ángel González en su discurso de ingreso en la Academia. Pero Guillén aclara que la coincidencia de ese sentimiento, que puede suscitar tantas adhesiones y fidelidades, con la nacionalización de la cultura es un fenómeno social o político propio de los siglos XIX y XX, sobre todo del primero. Y la voluntad de existencia a través del lenguaje literario, que es algo como un proyecto o una idea de futuro, en realidad, ha carecido muchas veces de eficacia. Nuestro autor emprende un sugestivo paseo por algunos momentos de la que denomina historia de la tontería a propósito de diversos intentos nacionales en el ámbito de la literatura. Luego concluye con Borges que lo característico de un poema árabe es la ausencia de camellos. Como dice Miguel Gila "no me gusta señalar".

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