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¿Contexto vasco o individuo vasco?

Francisco J. Laporta

Veo que la interesante discusión con Fernando Savater sobre el sujeto individual o colectivo de los derechos va a acabar por no llevarnos a ningún lado. Me alarma ver que alguien como Gurutz Jáuregui haya intervenido en el debate de un modo que puede prestarse a la confusión. Jáuregui afirma [EL PAÍS, 5 de enero de 1999] que los derechos de los niños son colectivos porque se les confieren por pertenecer a un colectivo. Esto no es correcto. Los derechos de los niños son individuales porque cada uno de los niños tiene esos derechos. Me parece que lo que quiere decir Fernando Savater es que los niños tienen derechos individuales, pero que no hay una entidad colectiva como la infancia o la niñez que tenga como tal entidad derechos distintos a los de cada uno de los niños. Y en eso tiene toda la razón. Eso no significa que no existan algunas cosas que no son seres humanos individuales y que, sin embargo, sí tienen derechos: por ejemplo, las sociedades anónimas. Pero los derechos de las sociedades anónimas son individuales de cada una de ellas. Porque a las sociedades o a los clubes o a los partidos políticos o a los sindicatos se les pueden conceder derechos individuales porque son entidades susceptibles de ser identificadas y acotadas individualmente. Tienen una identidad conferida por normas y unos órganos de representación conocidos que, cuando actúan, se dice que lo que actúa es la sociedad, el club o el partido. Son tratados, pues, como seres individuales.Me parece que contra lo que lucha Savater, y yo con él, es contra la pretensión de que cosas imposibles de individualizar claramente, como lo son los pueblos, tengan tales derechos. Y la razón es bien sencilla: no podemos saber cuándo estamos en presencia de un pueblo, ni sabemos cómo pueden ejercer esos presuntos derechos los pueblos en cuanto entes distintos de los individuos que los componen. Que la cosa no es tan clara como se pretende en el debate político se puede ver hoy mismo con el problema del pueblo saharaui. ¿Qué se está discutiendo? Se está discutiendo qué es el pueblo saharaui. Y unos dicen que lo componen los que están allí hoy; otros, que también sus parientes hasta la tercera generación, aunque no estén allí, y otros, que los integrantes del censo que hizo Fraga en los años setenta. Simplifico las cosas, pero creo que se entiende lo que quiero decir. ¿Cómo puede ejercer sus presuntos derechos en tanto que pueblo? Pues no lo sabemos. Se supone que sólo puede hacerlo de dos maneras: o individuo por individuo o por medio de representantes conocidos, que estén autorizados para hablar en nombre de ese pueblo. Si optamos por la primera variante, el derecho del pueblo saharaui se ha transformado en los derechos individuales de cada uno de los saharauis. Si optamos por la segunda variante, entonces tenemos que saber quiénes son los legítimos representantes de ese pueblo. ¿Cómo podemos saberlo? Aquí es donde está la importancia del núcleo de la discusión. Porque si el pueblo se presenta como una entidad colectiva dotada de unos rasgos étnicos, culturales o religiosos y unos efluvios impersonales, entonces cualquiera que se sienta identificado con esas cosas puede pretender hablar en nombre de él, pero si el pueblo es sólo el conjunto de todos sus habitantes individuales, entonces lo que habla por él es la suma de sus votos. En un caso nos encontramos con la representación virtual o mística, la que se decía que tenía el Führer respecto de la Volksgemeinschaft (la comunidad popular alemana). En el otro nos las tenemos que ver, en cambio, con la representación electiva y racional: representa el que es elegido mediante un voto ejercido individuo por individuo. Cuando oímos a alguien decir que habla en nombre de todo el pueblo de Euskal Herria y afirma sin inmutarse que eso incluye las dos provincias llamadas francesas, lugares en los que no se ha realizado ninguna votación al respecto, nos encontramos con el primer modelo de representación. Nótese que aquí el pretendido derecho del pueblo lo puede esgrimir cualquiera que sienta una identificación emocional con algunas cosas, aunque no haya consultado empíricamente a nadie. Cuando, por el contrario, habla el lehendakari como cabeza del Gobierno vasco, estamos en la representación empírica, pero entonces, ni las provincias francesas ni Navarra tienen nada que ver en el asunto.

Todas estas consideraciones vienen a cuento porque la idea de los derechos de los colectivos no puede resolverse sino con una argucia emocional. Si no somos capaces de individualizar perfectamente a su titular y determinar los modos que tiene de ejercerlos, entonces no podemos usar el lenguaje de los derechos. Savater, pues, tiene razón. Pero, además, es importante que la tenga, especialmente ahora, porque si no me equivoco nos encontramos precisamente en una encrucijada en la que eso puede ser un factor decisivo a la hora de tomar posición respecto a temas importantes. Me refiero a una encrucijada escondida que viene tras esa idea tan oscura del llamado contexto vasco de decisión. Estoy un poco alarmado porque la disputa que esto está generando viene centrándose en la distinción entre contexto vasco y contexto general español como dos ámbitos distintos que habría que separar entre sí para tomar una decisión respecto de no se sabe muy bien qué. Si la cosa es como las palabras parecen dar a entender, éste no es, desde luego, un problema menor. Pero creo que hay algo todavía más grave detrás de eso del contexto vasco. Estoy seguro de que en un momento dado se va a producir un deslizamiento quizás imperceptible; no desde un contexto a otro, sino desde los derechos individuales de decisión a un fantasmagórico derecho colectivo a decidir el futuro de Euskadi. Temo que lo que puede llevar implícito el Pacto de Lizarra no sólo es que las cosas se deciden en el contexto vasco, sino, sobre todo, que las cosas las decide el pueblo vasco, pero no los individuos vascos. Esto me ha parecido advertir cuando he oído hablar de fueros, convocatoria de municipios y cosas por el estilo. Todo ello me suena a democracia orgánica, es decir, a una clase de democracia que se caracteriza esencialmente porque no son los individuos, voto a voto, los que deciden, sino cuerpos intermedios o entidades colectivas más o menos deletéreas. Y si mis temores se hacen realidad, entonces puede haber un momento en el que, vía municipios o vía mesas de cualquier clase, al ciudadano vasco se le habrá dado el cambiazo y se encontrará con que vive en una comunidad política de distinta naturaleza sin que haya tenido ni arte ni parte en ello, es decir, sin haberlo decidido conscientemente. Urge, por tanto, que se exija claridad en este proceso y se diga si alguna vez el ciudadano vasco individual va a poder decir con rotundidad lo que quiere o si, por el contrario, no va a ser sino una gota pasiva en el magma de una entidad supraindividual que pretende ser titular de un derecho colectivo a decidir. Que se le diga, en definitiva, si después de tanta emancipación y de tanta autodeterminación va a ser protagonista o sólo comparsa, o, lo que es lo mismo, si va a ser tratado como un ciudadano o como un súbdito. Eso es lo único importante.

Francisco J. Laporta es catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid.

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