El amigo kurdo
VALENTÍ PUIG El síndrome comparativo del nacionalismo pujolista nos tenía acostumbrados a referentes ejemplares como el Quebec, Lituania, Croacia o Umberto Bossi, del mismo modo que Rovira i Virgili trazaba sus errores de previsión histórica sobre el patrón polaco o irlandés. Ahora resulta finalmente que todos hemos sido kurdos. La equiparación resulta aún más alucinógena al dar por sentado que el presidente de la Generalitat no ignora que, según el proverbio más conocido de ese pueblo, los kurdos no tienen amigos. En Radio Nacional de España, Jordi Pujol subrayó la injusticia que padece el pueblo kurdo. "Como nosotros en la época de Franco", añadió Pujol, arrogándose una vez más la representación de un nosotros que, de forma irredenta, implica un ellos. Para otros, no resulta tan fácil comparar la situación kurda con el devenir catalán. Entre los especialistas en aquella casuística dedicada a definir lo que pueda o no ser una nación, el caso kurdo es un caso extremo, inasequible a las categorías al uso. Para referirnos a lo más tangible, acabamos diciendo que los kurdos son el grupo étnico o la nación más numerosa del mundo que carece de Estado, pero en el fondo lo más obvio es que se trata de gentes de frontera, perseguidas y extraviadas en el laberinto de la geopolítica desde que el Imperio otomano quedó desguazado al terminar la Gran Guerra. Desde sus mismos orígenes, su situación es difícilmente equiparable a la catalana, y mucho menos si se constata que la hipotética nación kurda se compone de varios miles de tribus y que su homogeneidad lingüística mantiene viva la discusión en no pocos departamentos de filología. Al parecer, se puede hablar de unos 25 millones de kurdos. La mitad vive -sin reconocimiento- en Turquía, cuatro millones malviven en Irak y más de cinco, en Irán. Para el caso, 600.000 kurdos viven y trabajan en Alemania. En términos políticos, el problema de los kurdos está viéndose agravado por el hecho de que el partido terrorista y totalitario PKK, cuyo líder es Abdullah Ocalan, se arroga perversamente la representación de la totalidad de los kurdos. Aceptar este a priori sería como suponer que los terroristas de ETA alguna vez han representado a la totalidad de la sociedad vasca. A ese liderazgo del PKK por imposición se le vienen atribuyendo unas 30.000 muertes. Es más: el 40% de la heroína que circula por Europa -según fuentes de la inteligencia británica publicadas por el semanario The Spectator- ha sido introducido por las redes adláteres del partido terrorista PKK. No son infrecuentes los ataques del PKK contra intereses turcos en Europa. Uno se pregunta desde qué criterios de homologación el caso kurdo tiene suficientes puntos de semejanza con la cuestión catalana, antes, con o después de Franco. Con fracturas y mutilaciones, la sociedad catalana sobrevive a la guerra civil y se organiza para defender sus intereses en las circunstancias más aciagas, como parte tan diferenciada como constitutiva de lo que se llama España. Algo muy distinto es el problema de un pueblo sin territorio que vive como puede en los resquicios -ricos en petróleo- entre Irak, Turquía, Irak y Siria, por ejemplo. Tan sólo una súbita efusión histórico-existencial puede hacer posible proclamar hoy que lo que necesita Cataluña es compararse con California y al día siguiente agitar el poso victimista subyacente en una equiparación con el pueblo kurdo. Una cierta confusión se propala al sugerir que la devolución escocesa es un modelo a todas luces ya insuficiente para Cataluña y luego evocar el pasado franquista para identificarse con la sojuzgación de los guerreros kurdos de las altas montañas, tan propensos a la lucha interna como al arcaísmo político. Suena poco afinado pisar Europa para situar Cataluña en los ejes regionales más productivos y luego deducir consuelo del enorme fraccionamiento de la voluntad política de los kurdos. Esas cosas suelen ocurrir cada vez que Arzalluz se asoma a la plaza de Sant Jaume.
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