El todo y las partes
Existía una gran expectación por oír a Arcadi Volodos, el joven prodigio ruso formado en su San Petersburgo natal, Moscú, París y Madrid. Aquí ha frecuentado la cátedra de Dimitri Bashkirov en la Escuela Superior de Música Reina Sofía y su salto a la fama internacional ha llegado sin necesidad de concursos, con las únicas armas de un virtuosismo arrollador y de un aura similar a la de los legendarios pianistas de la gran escuela rusa. Influido quizá por quienes le achacan la escasa entidad musical de su repertorio (su primer disco estaba al servicio de un permanente despliegue de medios técnicos), Volodos modificó el programa anunciado inicialmente e incluyó como única obra de la primera parte la colosal Sonata en sol mayor, D. 894 de Schubert. Se situó así en las antípodas de las piezas de lucimiento y se enfrentó a una partitura cuyas dificultades van dirigidas más a la cabeza que a los dedos. El primer movimiento, por ejemplo, exige vertebrar un pensamiento musical aparentemente abstracto e inconexo, algo que Volodos consiguió sólo a medias. A su versión le faltaron la madurez y la fuerza mental necesarias para articular el discurso como un todo unitario.
Arcadi Volodos
Arcadi Volodos (piano). Obras de Schubert, Scriabin, Rachmaninov y Liszt. Auditorio Nacional. Madrid, 9 de Febrero.
El gran Volodos surgió en las dos piezas de Scriabin y, sobre todo, en su lectura de la Sonata número 10, construida por medio de retazos que, esta vez sí, iban cobrando sentido compás tras compás. Después de ofrecer un Rachmaninov encendido, Volodos pasó como de puntillas por la Consolación número 6 de Liszt y reservó la artillería pesada para la Rapsodia húngara número 15 de Liszt, con inclusión de las dificultades incorporadas por Vladímir Horowitz (¡como si ya tuviera pocas la versión original!). Ante la pirotecnia técnica del ruso no cabe más que descubrirse y fue al final de esta pieza donde se escucharon los primeros bravos de un público que hasta entonces se había mostrado reservado.
Podría resumirse diciendo que la técnica de Volodos despertó un entusiasmo unánime, mientras que su pianismo dejó planteados aún ciertos interrogantes. La eliminación de toda pausa entre las distintas piezas o movimientos expresa quizá su efervescencia como intérprete, su virtuosismo irrefrenable o una comprensible inmadurez, pero dificulta la percepción de cada obra como entidad propia y, lo que es peor, transmite la sensación de que Volodos resta trascendencia a las obras y al hecho mismo de enfrentarse a ellas. En música, la emoción asoma como el resultado de una ecuación compleja, en la que el todo suele ser mucho más que la suma de las partes.
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