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Los problemas de la Universidad

Las universidades españolas tienen problemas y saben que los tienen. Lo que no es tan seguro es que todo el mundo sepa exactamente cuáles son esos problemas. Y, desde luego, las administraciones públicas, en cuyas manos podría estar la solución de la mayoría de ellos, se han mostrado hasta ahora más interesadas en crear problemas nuevos que en resolver los que verdaderamente habría que afrontar. Para empezar, el problema de la Universidad española no es la falta de calidad científica y académica de sus profesores. Tiemblo al escribir esto, porque uno de los vicios de nuestra cultura académica es el masoquismo institucional. Conozco a pocos profesores universitarios de cualquier otro país que hablen mal de su trabajo y de sus instituciones; pero conozco aún a menos colegas españoles que no critiquen a su propia universidad en cuanto se tercia la ocasión.

La mayoría de éstos, además, piensan que así cumplen con una especie de obligación moral de autocrítica. De manera que, al alejarme de tan virtuosa práctica, corro ciertamente el riesgo de ser tachado de inmoral. Me arriesgaré, a pesar de todo.

Cualquier indicador que se utilice para valorar la evolución de la calidad de los científicos españoles arroja resultados espectaculares, como es sabido. Pues bien, en la mayor parte de la producción científica española de interés internacional (hasta el 70%) participan las universidades, y el mayor crecimiento de recursos humanos y materiales dedicados a investigación y desarrollo (I+D) ha ido asociado, en los últimos años, a la creación de nuevas universidades.

Así que es posible que los sistemas de selección del profesorado sean "endogámicos" y perversos, como suele decirse. Pero habría entonces que explicar cómo es que, a pesar de ellos, hemos conseguido superar uno de los hándicaps históricos de nuestro sistema de enseñanza superior. Se diga lo que se diga, el prestigio científico de la Universidad española actual es, considerado globalmente, el más alto que ha tenido en los últimos siglos con diferencia.

Tampoco es cierto que la Universidad actual sea una fábrica de parados o un contenedor de jóvenes sin empleo. Para empezar, en comparación con los países más avanzados de nuestro entorno, España todavía tiene un déficit, no un superávit de universitarios. Esto justifica que debamos mantener una de las tasas más altas de escolarización en este nivel educativo: necesitamos recuperar el tiempo perdido y se tarda algunas generaciones en lograrlo. Además, el mercado lo sabe: los universitarios tienen más probabilidades de encontrar empleo que los no universitarios y, cuando lo encuentran, sus ingresos son por lo general bastante más altos que los de la población sin estudios superiores.

Por último, tampoco es cierto que la autonomía universitaria se haya convertido en un lujo insostenible, al que hubiera que renunciar para garantizar un uso más eficiente de los recursos públicos por parte de las universidades. Más bien ocurre al contrario: las universidades españolas tienen poca autonomía. Sobre el papel, toda, pero en la práctica, muy escasa.

Un Gobierno regional se puede permitir el lujo de parcelar una universidad en contra de la opinión del rector, crear o autorizar universidades públicas y privadas sin las garantías mínimas que la propia legislación y las tradiciones académicas exigen, condicionar arbitrariamente la programación de cursos y las carreras presionando a las autoridades académicas con la reducción o el aumento de los presupuestos, etcétera.

En este clima no es extraño que algún gobernador civil, o equivalente, haya tenido el despiste de olvidar el respeto casi sagrado que, hasta hace poco, tenían las fuerzas de orden público ante los recintos universitarios.

Así que ni la endogamia, ni el desmesurado crecimiento, ni los supuestos excesos de autonomía son los verdaderos problemas de nuestras universidades. En mi opinión, se trata más bien de seudoproblemas que sólo sirven para distraer la atención de los problemas verdaderos que, por lo demás, todo el mundo debería conocer para hacerse una idea cabal de la situación.

En primer lugar -y siento tener que decirlo- está el problema de la financiación. Se mire por donde se mire, España es uno de los países que menos gasta por estudiante universitario. En el Informe sobre financiación del sistema universitario, que tuve el honor de dirigir y redactar como secretario general del Consejo de Universidades, en el año 1994, se fijó un horizonte de financiación para la educación superior del 1,5% del producto interior bruto (PIB) para ser alcanzado en 10 años.

Los rectores han mantenido ese nivel de exigencia, pero la mayoría de los Gobiernos parece que se han olvidado de él, a pesar del consenso que presidió la elaboración de aquel informe. En él se señalaba además que la mayor parte del incremento en la financiación debía destinarse a programas vinculados a objetivos de calidad y, sobre todo, a financiar directamente becas y préstamos a los estudiantes para facilitar su movilidad y cumplir así un doble objetivo: garantizar una verdadera igualdad de oportunidades para acceder a la enseñanza universitaria de más calidad, según el mérito académico de cada estudiante, e incentivar al mismo tiempo la emulación entre las universidades por captar a los mejores.

Con esto apuntamos al segundo gran problema de las universidades españolas: se van convirtiendo, sin darse cuenta, en nuevas torres de marfil, pero no para protegerse de la mala influencia del mundo exterior, como antaño, sino para blindarse frente a la competencia de la universidad de al lado.

El sistema de distritos universitarios en España fue una solución de emergencia para racionalizar la oferta de carreras por zonas geográficas. Pero en la actualidad sólo tiene efectos perversos. Evita la emulación entre las universidades por atraerse a los mejores estudiantes -y, por lo tanto, también a los mejores profesores-, impide la diferenciación y la especialización del perfil de cada universidad, genera en la sociedad la falsa ilusión de que la multiplicación de centros universitarios es la única manera de colmar la aspiración a recibir una formación superior y hace que los poderes públicos estén más pendientes de contar cuántas plazas de enseñanza hay disponibles para los votantes de la circunscripción electoral que de los niveles de calidad y eficiencia alcanzados por una universidad que se financia en su mayor parte con los recursos de todos los ciudadanos. El resultado, una especie de cantonalismo universitario (casi una contradicción en sus propios términos, diría yo), no sólo es ineficiente y disfuncional, sino además profundamente injusto.

Por último, hay también un grave problema en la propia estructura interna de las universidades que nadie parece querer afrontar. Los órganos de gobierno creados por la Ley de Reforma Universitaria de 1983 han cumplido un papel importante en la democratización de las universidades. Pero en la actualidad han perdido buena parte de su funcionalidad, por el efecto conjugado de las limitaciones impuestas a los consejos sociales, los excesos asamblearios consagrados en muchos estatutos universitarios y las prácticas de clientelismo y de disolución de la responsabilidad, alimentadas por los sistemas de elección de cargos académicos y de gobierno universitario.

En la actualidad, los mejores rectores y gestores universitarios son los primeros en reconocer que tienen las manos atadas para adoptar muchas decisiones que cualquier manual de gestión de organizaciones complejas exigiría adoptar.

Y la propia comunidad académica empieza a estar cansada de tener que emplear, en cada decisión de cierta importancia para el gobierno y el desarrollo de la institución, una ingente cantidad de tiempo y de recursos intelectuales y emocionales que tendrían mayor utilidad si se pudieran dedicar a la docencia y a la investigación.

No es fácil encontrar una solución a esta situación, pero es claro que se necesita una profunda reforma de los órganos de gobierno universitarios para dotarles al mismo tiempo de una autonomía más efectiva y de una mayor capacidad de gestión, pero también para poder exigirles mayor responsabilidad ante la sociedad. ¿Hay alguien que esté pensando en ello?

Miguel Á. Quintanilla es catedrático de Lógica y Filosofía de la Ciencia de la Universidad de Salamanca.

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