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Volcanes en erupción

KOLDO UNCETA En su discurso de toma de posesión, plagado de populismo, nacionalismo cuartelero y referencias a la revolución bolivariana, el recién elegido presidente de Venezuela, Hugo Chávez, ha querido reflejar, con su peculiar estilo, la disyuntiva a la que se enfrentan su país y, por extensión, algunos otros de América Latina. Hundida en el caos económico, desangrada por la corrupción y la evasión de capitales, en medio de una pobreza galopante que afecta casi al 80% de la población y que se ha llevado por delante las otrora clases medias del país, Venezuela atraviesa hoy en día uno de los momentos más delicados de sus ya casi dos siglos de existencia como país. Venezuela, como otras naciones latinoamericanas, ha visto esfumarse en apenas dos décadas no pocos logros alcanzados anteriormente, ha sufrido una drástica reducción de la renta real de sus habitantes y, lo que es más grave de cara al futuro, ha visto cómo su juventud crece entre la marginalidad y la desesperanza. Hoy, más del 50% de los niños no terminan siquiera sus estudios primarios y en los barrios pobres de Caracas se mata y se muere por un par de zapatillas deportivas. El populismo de otros tiempos, aquél en el cual se desarrollaron la mayor parte de los países latinoamericanos, hizo del Estado el motor de la vida económica con la esperanza de lograr unos estándares de vida y de asentar un proyecto colectivo con el que las élites estaban lejos de querer comprometerse. Mientras crecía el endeudamiento y aumentaba la ineficiencia, la evasión de capitales alcanzaba cotas insospechadas -sin ir más lejos, los capitales venezolanos en los bancos de Europa y EE UU representan una suma mayor que toda la deuda externa del país-. Quienes detentaban el poder económico en América Latina dejaban hacer mientras los gobiernos no tocaran determinadas fibras sensibles como la propiedad de la tierra o los sistemas fiscales, apelando sin pestañear a los militares, generosamente formados en EE UU, para restablecer el orden natural de las cosas cuando se traspasaban dichas fronteras. El fin de la expansión económica internacional en los setenta, y la posterior crisis de la deuda en los ochenta, vinieron a sustituir el lenguaje populista y la ineficiencia del Estado por el discurso del FMI, las políticas de ajuste y las privatizaciones. Se suponía que las nuevas recetas permitirían encauzar la situación económica y, tras una larga travesía del desierto, llegar por fin a la tierra prometida. Sin embargo, los ritmos sociales casi nunca van de la mano de los que marca el ajuste macroeconómico. Como en Rusia y otros países del Este, la virulencia y hasta la voracidad con que en América Latina han querido ponerse en marcha las reformas económicas han traído como consecuencia la quiebra del Estado, la desintegración social y la generalización de la violencia y la delincuencia. Chávez, cabalgando sobre el hastío y la ausencia de horizontes de la mayoría, apela ahora al "patriotismo de los desheredados" para auparse a un poder que ya intentó alcanzar mediante métodos más expeditivos. Según él, la rebelión de la sociedad venezolana era inevitable, como lo es "la erupción de los volcanes". La gente no está por la labor de esperar pacientemente a que las cifras macroeconómicas se traduzcan algún día en beneficios sociales. El ajuste, como se vió en México, como se ve ahora también en Brasil, tiene un límite: la capacidad de aguantar de la gente. Los desencantados de hoy no engrosan las filas de las guerrillas como en los años sesenta. En línea con el pragmatismo del FMI, prefieren asaltar supermercados y votar masivamente a un coronel golpista. Y mientras tanto, los reunidos en Davos miran para otro lado e insisten en que los ajustes no han sido aún suficientemente duros. Tan sólo Georges Soros, preocupado por cuidar la gallina que le ha hecho de oro, observa con inquietud la situación.

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