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Patrimonio de la ciudad

CARLOS COLÓN La memoria de Alberto Jiménez-Becerril y Ascensión García Ortiz es un patrimonio de la ciudad. Su correcta administración es tarea difícil. Obliga a no convertirlos en caídos ni en héroes, a no robarles la grandeza de su normalidad cotidiana, a no atenuar el espanto de sus muertes no buscadas. No eran mejores ni peores que sus conciudadanos, y es importante decirlo porque la democracia se basa en la normalidad y en la igualdad, y no precisa de iluminados ni caudillos, sino de ciudadanos comunes y honestos. No eran héroes que buscaran la muerte, y es importante decirlo porque el gobierno democrático no exige la ofrenda de la vida -el cultivo de la mística heroica es fascista-, sino que ésta es robada, arrebatada, por un Pinochet o por un etarra. Este es el error fundamental de los asesinos, el factor que nunca calculan en su acción de terror: lo que nadie quería -ni Alberto, ni Ascen, ni los sevillanos-, lo que a las víctimas hubiera horrorizado de haberles sido anunciado y lo que a los sevillanos espantó, lo no deseado, lo más temido, lo más odioso, en vez de dejar, como ellos calculaban, una herencia de odio, la ha dejado de solidaridad y de justicia; en vez de aterrarnos e inhibirnos, nos ha hecho más decididos; en vez de debilitar los poderes públicos, los ha reforzado; en vez de desbaratar la cotidianeidad y la normalidad, le ha dado valor. La magnífica foto de Juan Carlos Cazalla que este periódico publicaba ayer lo expresaba: estas muertes son el espejo oscuro en el que se refleja la grandeza de la ciudadanía anónima, el poder y el amor de la multitud, la solidaridad entre los iguales, la democrática belleza de lo cotidiano. Un año después el patrimonio de las muertes de Alberto y Ascensión está siendo bien administrado y quien lo ha intentado manipular ha salido mal parado. No hay olvido, pero tampoco culto a los muertos. No les ha sido robada su normalidad de ciudadanos comunes ni se ha transformado su muerte no deseada en mística heroica. No hay descanso en la petición de justicia, pero sin odio y sin que lo justo sea obstáculo para la paz, sino precisamente el único camino que conduce a ella. Lo expresó con sensible contundencia el arzobispo de Sevilla en la homilía de la misa de aniversario: "Que no se utilice a las víctimas como mercancía para comprar pactos que suenan a insolencia ante el derecho de poder vivir en paz. El precio de la paz nunca puede ser la indignidad". En estas palabras, en la cariñosa memoria de los ciudadanos, en lo discreto de los homenajes, en la sincera preocupación por el estado de los niños, se evidencia que estas muertes han servido, están sirviendo, para una purificación ciudadana, en el sentido en que Karl Jaspers utilizó la palabra en su texto sobre la culpa: "La vida no puede ser ya simplemente objeto de un disfrute alegre e ingenuo. Podemos captar la felicidad de la existencia allí donde se nos otorga, en los momentos de respiro, pero ello no nos llena, sino que se le admite como un encanto amable en el fondo de la melancolía. La vida, en lo esencial, sólo tiene una razón de ser cuando es consumida en la realización de una tarea". Este efecto fue el que no calcularon los asesinos. Este es nuestro patrimonio.

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