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Más ricos y desiguales

Antón Costas

El pasado año celebramos los 50 años de la Declaración de los Derechos Humanos, un texto que va más allá de la defensa de los derechos civiles y políticos, para alumbrar la segunda generación de derechos del hombre: los económicos y sociales. La Declaración fue impulsada por las Naciones Unidas en el marco del esfuerzo por construir un nuevo orden que hiciese imposible el retorno a los horrores del genocidio, el desempleo, la pobreza, la desigualdad, la miseria y el conflicto social y político que había caracterizado las cuatro primeras décadas de este siglo. En las relaciones entre los países, se impulsó el reconocimiento de la soberanía de las naciones y la descolonización. En el interior de los países industriales, las clases trabajadoras y progresistas llegaron a un armisticio con las fuerzas políticas y económicas conservadoras. Los primeros renunciaban a derrumbar el capitalismo y aceptaban el mercado como mecanismo de creación de riqueza, y los segundos renunciaban al monopolio del poder político y económico y aceptaban el derecho de todos a participar en la vida política y el papel del Estado en la redistribución de la renta, mediante impuestos progresivos y programas de gasto social. Sobre este armisticio se levantó el Estado del bienestar y la promesa de una vida decente para todos los ciudadanos.¿Qué ha pasado con esa promesa? En un primer momento se cumplió en gran medida. Desde la postguerra hasta finales de la década de los sesenta, se extendió por todas las sociedades occidentales y, en menor medida, en los países en desarrollo, un sentimiento de igualdad que estaba basado en la creencia de que el trabajo, la protección social y el acceso a la vivienda, a la educación y a la cultura eran derechos económicos y sociales de todos los ciudadanos. Pero en una sola generación, nuestras sociedades han roto de forma violenta esa promesa de bienestar. El desempleo se ha convertido en una especie de nueva plaga bíblica que afecta cada vez a mayor número de personas, especialmente en Europa. Y en aquellas otras economías que han mantenido bastante bien su capacidad de crear empleo, como es el caso de los EEUU, los salarios que perciben muchas personas no son sino el pasaporte para la desigualdad y la pobreza, que no son ya patrimonio sólo de los países atrasados. Los más ricos tienen cada vez más pobres dentro de sí. Tantos, que por primera vez el Informe sobre el Desarrollo Humano 1998 incluye un índice específico de pobreza para los países desarrollados. En 1960, el 20% de la población mundial que vivía en los países más ricos tenía 30 veces el ingreso del 20% más pobre. En 1985, esa relación era de 82 veces. En 1969, el 20% de los hogares norteamericanos más ricos tenían siete veces más renta que el 20% más pobre. En 1992, esa relación era ya de 11 veces y ha seguido creciendo. Lo mismo podríamos decir para la mayor parte de los países. Las 225 personas más ricas del mundo acumulan una riqueza superior a un billón de dólares, igual al ingreso anual del 47% más pobre de la población mundial, es decir, de 2.500 millones de habitantes.

¿Por qué aumenta la desigualdad y la pobreza? Los países son más ricos que en el pasado, y sin embargo son más desiguales. Cabría esperar que cuanto más elevada sea la riqueza de un país, menos pobres tendrá. No es así. De hecho, el grado de pobreza tiene escasa relación con el nivel de desarrollo de los países. Los EEUU tienen el mayor ingreso per cápita y tienen también el mayor índice de pobreza. Holanda tiene un nivel de renta per cápita similar al de Gran Bretaña, pero sus niveles de pobreza son muy diferentes. La economía no es, por tanto, la causa de la pobreza.

¿Hemos de preocuparnos por la desigualdad? ¿No será un fenómeno pasajero que retrocederá cuando las economías crezcan un poco más? Pienso que no. Al mercado no le gusta la igualdad. Pero la economía no es la causa ni el principal motivo de por qué ha de preocuparnos la desigualdad. Aunque los economistas tenemos alguna evidencia de que la igualdad estimula el crecimiento, nuestras economías pueden funcionar razonablemente bien con estos niveles de desigualdad. ¿Por qué hemos de preocuparnos entonces? Por motivos de naturaleza humana, social y política. Es razonable pensar que la desigualdad fija los límites internos fuera de los cuales la esperanza en una vida decente desaparece y la cohesión social se descompone. La desigualdad está llevando a la pobreza a muchas personas. Y la pobreza significa negación de las oportunidades y opciones básicas para vivir una vida larga, saludable y creativa. La pobreza afecta a la dignidad, a la autoestima, al respeto de los otros y de las cosas que la gente valora en la vida.

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¿Cuáles son las causas de la desigualdad? ¿Qué es lo que se opone a su eliminación? Ya hemos visto que la economía no es el problema. El mundo tiene recursos más que suficientes para acelerar el desarrollo humano y para erradicar la pobreza, al menos en sus formas más dramáticas y denigrantes. Las causas y resistencias están en la sociedad y en las políticas.

Existe una fuerte tendencia en la naturaleza humana a pensar que el éxito personal o el de los países es el premio que reciben los afortunados por su capacidad, esfuerzo y disposición moral para aprovechar las oportunidades. Esta forma de pensar las causas de la riqueza lleva a despreciar a los desafortunados. Para la gente que así piensa, la pobreza sería la consecuencia inevitable y hasta merecida de la falta de capacidad y de disposición moral para el esfuerzo que abocan al infortunio. En EEUU, sociólogos y psicólogos como Charles Murray o Richard Hernstein han sostenido que la inteligencia juega un papel relevante en decidir quiénes serán afortunados o desfavorecidos. Y aún más, han defendido que la herencia genética juega un papel determinante en el coeficiente de inteligencia. Quizá algunos crean que ésa es una forma de pensar ajena a nosotros, pero algunos razonamientos que empleamos aquí para explicar por qué se han desarrollado algunas comunidades autónomas y otras no tanto no están muy lejanos de esta forma autocomplaciente de pensar las causas de la fortuna y la desigualdad. Esta autocomplacencia de los afortunados tiene una gran responsabilidad en la tolerancia con la que en nuestras sociedades contemplamos la creciente desigualdad, pobreza y exclusión.

En segundo lugar, un factor que impide luchar contra la desigualdad y la pobreza es la idea de que el derecho político de voto es el instrumento necesario y suficiente que necesitan los ciudadanos para forzar políticas que acaben con la desigualdad. De hecho, ésta fue la presunción de muchos estudiosos del Estado de bienestar, como T. S. Marshall. Concibieron el bienestar social como un proceso evolutivo que poco a poco iría abarcando a un mayor número de personas. Y de hecho fue así hasta finales de los años sesenta. Pero ahora está cada vez más claro que la sociedad del bienestar no es el resultado automático del crecimiento de la economía y de la extensión del derecho de voto, sino de la tensión entre dos tipos de fuerzas: las polarizadoras y disgregadoras que actúan a través de los mercados y las fuerzas sociales que tienden a la cohesión. Esa tensión se ha decantado en las dos últimas décadas a favor del mercado y la desigualdad.

Los gobiernos son instrumentos esenciales en la corrección de la desigualdad y en la eliminación de la pobreza. Sin duda, los países necesitan gobiernos democráticos, competentes, honrados y que persigan el interés general. Pero no es suficiente. Posiblemente hemos confiado de forma excesiva en su capacidad para corregir por sí solos la desigualdad. De ahí que sea necesario avanzar en dos sentidos. Por un lado, es necesario hacer efectivos y extender los derechos económicos y sociales consagrados en la Declaración de 1948. El Estado del bienestar de los años cincuenta se dirigió básicamente a proteger al hombre, cabeza de familia, que traía los ingresos. Hoy las cosas han cambiado y la protección de esos derechos debe extenderse sin limitaciones de condición familiar, sexo, territorio, etnia o raza. Y hay que hacerlo tanto en el interior de cada país como a nivel internacional. El respeto a la soberanía de los países no puede ser cobertura para que gobiernos y gobernantes corruptos mantengan a su población -o a determinados grupos sociales o étnicos- en la pobreza. El siglo XX significó el choque entre esos dos derechos: el de ciudadanía y el de soberanía. Pero la erradicación de la pobreza se debe perseguir con el mismo ahínco que se comienzan a perseguir los crímenes contra la humanidad. Por otro lado, es necesario avanzar en el sentido de que los derechos económicos y sociales dejen de ser una declaración retórica para pasar a ser un objetivo cuantificable de las políticas. De la misma forma que a los gobiernos se les juzga por sus éxitos en la erradicación de la inflación y el déficit público, debemos también juzgarlos por los niveles de equidad social que logren con sus políticas.

Pero me gustaría resaltar que los gobiernos no son suficientes. Una sociedad de mercado sólo puede funcionar si tiene delante ciudadanos exigentes. La participación de la sociedad civil es la fuerza básica que tiene la sociedad para corregir las tendencias desigualitarias de los mercados y para presionar a los gobiernos. Los instrumentos son las alianzas, tanto nacionales como internacionales, entre grupos civiles en favor de los derechos humanos, de lucha contra la pobreza o de grupos de consumidores responsables. Esta participación activa jugará en los inicios del siglo XXI el papel que la extensión del derecho individual de voto jugó en los años cincuenta y sesenta.

Antón Costas es catedrático de Política Económica en la Universidad de Barcelona.

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