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Samaranch

La inteligencia no es una virtud, pero -cuanta más, mejor- es un atributo bastante útil. En primer lugar, para quien la posee en grado extremo y luego, si se da el caso, para los que están más o menos cerca de él. La envidia sólo afecta a los que el envidioso cree poder alcanzar, suplantar incluso. "Si hubiera tenido su suerte". "Si me hubiera encontrado en su lugar". Nadie envidia a Mozart. No hay quien se moleste en envidiar a los que corren 100 metros en menos de 10 segundos. Con la inteligencia debería suceder lo mismo -los que tienen mucha son inalcanzables-, pero no es así. Antes de hablar, pues, sobre un hombre como Juan Antonio Samaranch conviene separar los juicios de valor de esa insana envidia, exacerbada en los países pequeños, que impulsa a la destrucción sistemática del prójimo aventajado. ¿Qué uso ha hecho Samaranch de su extraordinaria inteligencia? ¿Qué lugar merece en el panteón de los catalanes ilustres? ¿Y, en consecuencia, cómo deberíamos reaccionar, si pretendemos ser ecuánimes, ante su situación actual, acosado en el COI, apartado por iniciativa suya de la presidencia de La Caixa? Lo más fácil es mentar que fue un presidente de la Diputación y un cargo franquista. Lo menos, suponer que un cerebro de su capacidad tenía que sobresalir a la fuerza en su tiempo. Si hubiera salido de izquierdas o catalanista, las cosas le habrían ido peor en sus primeras etapas, pero luego mucho mejor en Cataluña (y en España). Pero, como es una tontería suponer que todos los catalanes tienen la obligación de ser de izquierdas, o por lo menos catalanistas, habrá que ir pensando en corregir el tic que condena de antemano a los conservadores por el mero hecho de serlo. Samaranch tuvo por lo menos la prudencia de no destacar por nada especialmente nocivo en sus primeros cargos bajo la dictadura, aparte del mero hecho de ejercerlos. Luego, cuando su pequeño mundo del tardofranquismo se hundió, tuvo la osadía, y la capacidad, de buscar mejor acomodo en el ancho mundo, maniobra nada criticable entre sus conciudadanos. Es en la presidencia del olimpismo internacional donde empieza la verdadera historia de este personaje. Lo anterior es un prólogo desagradable. Que no le lastrara en su ascenso internacional es mérito suyo. Sea como fuere, llegó sin más ayuda que su ingenio a ocupar en solitario la plaza de único catalán universal de los últimos siglos que no es artista. El título no se lo quita nadie. Impresiona. Merece por lo menos un cierto respeto. No se me escapa que hay otra línea de enjuiciamiento, bastante extendida, que consiste en minimizar sus éxitos y, ahora que no está en el mejor de sus momentos, condenarle por franquista, despreciar el olimpismo y a su nada democrático comité rector (como si hubiera forma de democratizarlo, como si todo fuera democratizable, como muy bien señalaba Salvador Cardús ayer en el Avui), destacar el aprieto internacional en el que se encuentra a causa de la corrupción y silenciar la parte que tiene de maniobra anglosajona para echarle y hacerse con el dominio del comité. La cantinela rebentaire está a la orden del día, y si los medios de comunicación catalanes no están al frente del coro internacional que pide su cabeza es por prudencia o por imposibilidad, porque incluso en sus momentos bajos, Samaranch es mucho Samaranch y La Caixa es mucha Caixa para un país tan pequeño. Una de las frases que más me impresionó en mi juventud la escuché durante la visita al taller de un pintor de estética conservadora, pero de cierto renombre, quien soltó con toda imperturbabilidad: "Miró se ha hecho famoso porque a los americanos les gusta ver pintados los huevos fritos que no saben ni freír". Así éramos, así seguimos en buena parte y así nos convendría dejar de ser si pretendemos aprender a calibrar las cosas en una medida que se quiera exenta de rencor y se pretenda justa. De ser así, no haría falta ni recordar que los Juegos Olímpicos de Barcelona son obra suya, antes que de Maragall, Serra, Pujol o Josep Miquel Abad, para, en el reverso de lo que a muchos les pide el cuerpo, emprender una cerrada defensa de Samaranch. ¿Qué haría todo Madrid, y casi toda Barcelona, si Javier Solana se encontrara con que a alguien le conviniera ventilar, pongamos por caso, la aceptación de favores por parte de una docena de mandos atlánticos? ¿No reaccionó el PP orquestando un apoyo incondicional al vicepresidente de la Comisión Europea Manuel Marín, socialista, ante el acoso que se cebaba en él? Como Samaranch es un superdotado, se ha dado cuenta mejor que otros de los poco ocultos resquemores que despierta. No es extraño, pues, que haya dado la sorpresa de retirarse de la presidencia de La Caixa (ni que la entidad, que es un artefacto bastante serio, le haya agradecido los servicios prestados nombrándole presidente honorario y vitalicio). Se diga lo que se diga y piensen como piensen los que están en su derecho de denostarle, no evitarán que un catalán pase a la historia del movimiento olímpico como un salvador -lo cogió cuando estaba a punto de hundirse- y a la de nuestro tiempo como quien convirtió la competición deportiva en una de las pocas cosas aparentemente blancas de este claroscuro mundo. Si erró en no elaborar antes un código ético en vez de facilitar que a los olímpicos miembros de su selecto club se les tratara obligatoriamente como a la Reina de Inglaterra, bien merece no retirarse antes de subsanar el desaguisado subsiguiente. ¿Cuándo aprenderemos a agradecer los beneficios y apoyar a los catalanes universales atendiendo a los intereses de la colectividad con un poco de sentido de Estado? Hasta entonces no nos habremos merecido ni el traspaso de los impuestos especiales, esos que tanto reclaman los que han preferido esconder la cabeza bajo el ala a reaccionar ante la situación de Samaranch con el apoyo que sí brindaron a Javier de la Rosa, personaje para nada comparable a él que está en la cárcel por delinquir. Parece que Maragall tampoco juzga oportuno desmarcarse del pujolismo en este asunto.

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