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Tribuna
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Una víctima de Pinochet

Recuerdo una proyección, a fines de los años cincuenta, de la gran película de Alain Resnais Noche y niebla, sobre los campos de exterminio nazis. Acompañaba a mi querido amigo el cineasta Luis Buñuel. Al terminar la película y encenderse las luces, todos permanecimos, silenciosos e inmóviles, en nuestras butacas. Resnais nos había mostrado la cara real del infierno, el infierno inventado por un tirano enloquecido: Hitler es el caso único de un déspota cuya filosofía, declaradamente, se propuso una meta, el Mal. No lo disfrazó nunca. Allí está su libro Mein kampf para comprobarlo.Buñuel reaccionó con un enojo dirigido, en primer lugar, contra sí mismo. Afligido, impresionado por la terrible evidencia del holocausto, me dijo que le estremecía el espectáculo de la muerte masiva, las fosas repletas de cadáveres desnudos, esqueléticos y anónimos. Pero temía que la inmensidad misma de los números -seis millones de judíos asesinados por el Tercer Reich- lo convirtiese con el tiempo en un evento abstracto, un dolor aritmético. Por eso era tan importante saber la historia concreta, la historia personal de una sola víctima que le diese identidad al número inmenso de los sacrificados.

De allí la importancia emblemática de la figura de Anna Frank como víctima de los crímenes nazis. De allí la fuerza con que la imaginación del novelista William Styron encarna el horror de Auschwitz en la figura de su protagonista, Sophie, la madre polaca obligada por un comandante nazi a escoger entre la vida de uno sólo de sus dos hijos si quiere impedir la muerte de ambos. Styroch, de paso, nos recuerda que las víctimas del horror nazi incluyeron no sólo judíos, sino católicos, comunistas, homosexuales y gitanos.

He pensado en esta inevitable relación entre el número de las víctimas y su encarnación singular al reiniciarse el juicio en la Cámara de los Lores británica sobre el destino del brutal dictador chileno Augusto Pinochet. Se le atribuyen cerca de cuatro mil asesinatos, desapariciones, torturas, encarcelamientos arbitrarios. Por lo menos la mitad de los chilenos sabe el nombre de una víctima próxima a ellos. El terror pinochetista no fue una abstracción. Yo quiero recordar a un hombre de calidad intelectual, política y afectiva superiores, cuyo sacrificio no sólo encarna la culpa de Pinochet, el tirano interno, sino la culpa internacional de quienes lo llevaron al poder: el presidente Richard Nixon y sus asociados en el Gobierno de EEUU en 1973.

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Yo conocí a Orlando Letelier en Washington en 1975, gracias a Radomiro Tomic, mi amigo y colega en el Smithsonian Institution. Tomic había sido el candidato de la Democracia Cristiana contra Salvador Allende y la Unidad Popular en 1972. Ambos, el democristiano Tomic y el socialista Letelier, representaban esa continuidad pluralista de la democracia chilena que había sido ejemplo para toda la América Latina. Ambos representaban la esperanza de que Chile, tarde o temprano, recobraría esa tradición.

Orlando Letelier era un hombre culto, elegante, de un extraordinario atractivo y refinamiento físico e intelectual. Su socialismo era parte de su convicción activa, sin contradicción alguna con su origen familiar de alcurnia. Había sido ministro de Relaciones Exteriores del Gobierno de Allende y, más tarde, ministro de la Defensa. Como tal, pudo conocer de cerca al general Augusto Pinochet, nombrado jefe del Ejército por el presidente Allende para cumplir con la función, entre otras, de salvaguardar las instituciones republicanas de Chile y la voluntad electoral del país.

A un mexicano, el caso de Pinochet le recuerda el del general Victoriano Huerta, nombrado comandante militar de la Ciudad de México en 1913 por el presidente Francisco Madero, al cual Huerta traicionaría y mandaría asesinar, haciéndose del poder. La parábola de Judas es universal y recurrente. Letelier tenía el recuerdo de un Pinochet obsequioso hasta el extremo del servilismo, siempre pronto para ponerle el abrigo al ministro Letelier, ofreciéndose a cargarle el portafolios por los pasillos. "Pinochet -nos dijo aquella noche Letelier- me recordaba a un ayudante de peluquero, siempre listo para cepillar, con la cabeza inclinada y la mano tendida, al cliente generoso".

El general, insinuante, se hizo amigo de todos los miembros del Gabinete de Allende. Se hacía invitar a sus cenas, acariciaba las cabecitas "marxistas" de sus hijos y, junto con la señora de Pinochet, quería ser admitido y tratado como amigo íntimo de las mismas personas a las que más tarde mandaría encarcelar, torturar y asesinar. El anticomunismo y el patriotismo del cual hoy alardea el tirano son meras máscaras de algo más universal y profundo. Pinochet llegó al poder impulsado por el resentimiento, el servilismo y el goce sádico de vengarse contra seres superiores, en todos los sentidos, a él.

Veinticuatro horas antes del golpe, nos dijo Letelier, recibió en su despacho del Ministerio de la Defensa a su subordinado, el general Pinochet, quien reiteró, hasta el cansancio, su lealtad al presidente Allende y su decisión absoluta de defender al Gobierno legítimamente electo de Chile contra cualquier intentona de golpe de la derecha, verbalmente execrada por el militar traidor a su patria, a su rango y a su ejército.

La noche misma del golpe, Orlando Letelier se presentó a su despacho en el ministerio, donde un grupo de soldados lo golpeó con puñetazos y culatazos. De allí fue arrastrado al sótano del edificio, golpeado de nuevo y finalmente llevado al cuartel del regimiento Tacna, donde fue encerrado en un cuarto sin luz, pero desde donde podía escuchar las órdenes de los sucesivos fusilamientos en el patio. Durante el resto del día, los guardias, repetidas veces, golpearon a la puerta de Letelier gritándole: "¡Tú eres el siguiente!". Al cabo, entraron, lo vendaron y lo enviaron por avión a la isla de Dawson, donde la Junta Militar había improvisado un campo de concentración. Allí pasó Letelier un año.

"Trataban de quebrarnos -nos relató Letelier-, pero uno acaba por soportarlo todo. Uno hace un esfuerzo mental para aceptar la tortura. La primera vez que te anuncian que serás fusilado al amanecer, sientes miedo. Luego te das cuenta de que sólo quieren asustarte y les ganas a su propio juego. Empiezan a temerte porque tú no les temes a ellos. Escenifican ejecuciones simuladas, como en La casa de los muertos, de Dostoievski. Acabas por marchar serenamente a estas parodias. De manera que inventan una nueva manera de torturarte. Te obligan a asistir a los fusilamientos reales de tus amigos y camaradas. Los ves caer con un inmenso amor, con una rabia y una impotencia igualmente tremendas. Sabes que los han fusilado con impunidad porque eran seres anónimos. Y sabes que a ti no te fusilan porque tú no eres anónimo. Pero creen que pueden matarte obligándote a mirar la muerte de tus amigos. Casi lo logran".

No lo lograron. Después de un año en los campos de concentración, Letelier fue expulsado de Chile. Quizás Pinochet creyó que había quebrado al hombre al cual, por haberle cargado el portafolios y cepillado las solapas, admiraba y odiaba en medida pareja.

Pero no contó con la entereza de Letelier. O quizás calculó que, muerto en prisión, el crimen le sería directamente atribuible a la dictadura. En cambio, asesinado en el extranjero (técnica que Pinochet le aplicó al general Carlos Prats, asesinado en Buenos Aires, y al líder democristiano Bernardo Leighton, tiroteado en Roma), el opositor podría aparecer como víctima de manos ajenas al dictador. Así sucedió, increíblemente, cuando en septiembre de 1976 Orlando Letelier fue asesinado en pleno centro de Washington DC, y The New York Times se atrevió a decir que se trataba de una pugna faccional dentro de la Unidad Popular (como la atribución de la matanza de Chiapas a luchas intercomunitarias). Según el sacrosanto Times, el brazo de Pinochet no era tan largo que podía llegar al corazón de la capital de EEUU.

El 21 de septiembre de 1976, Letelier puso en marcha su automóvil en Sheridan Square. Iba acompañado de un joven matrimonio norteamericano, Ronni y Michael Woffit, ambos de 25 años. Al estallar el vehículo, las piernas de Letelier volaron lejos del tronco, aprisionado en el auto. Ronni Moffit murió instantáneamente. Su marido sobrevivió. Pero si Pinochet creyó que era preferible matar a Letelier en Washington porque en Dawson la culpa directa sería del régimen dictatorial y en Washington se podía culpar a los exiliados, el tiro le salió por la culata. El propio asesino, Michael V. Townley, confesó su crimen y la complicidad plena de las autoridades chilenas, la DINA y su director, el general Manuel Contreras, directamente responsables ante su jefe, Augusto Pinochet.

La dictadura chilena cometió el error de asesinar a un opositor político en territorio norteamericano y con víctimas norteamericanas. Aparte de la decisión que en estos días tome la Cámara de los Lores en Londres, los crímenes de Pinochet deberán abrir, también, los archivos y los procesos de la justicia de los EEUU. Aprobada por Jeanne Kirkpatrick, reprobada por Madeleine Albright, la política de los EEUU hacia Chile saca a la luz un expediente de culpas y complicidades que puede incriminar gravemente a la presidencia de Richard Nixon.

Sea cual sea el resultado de las gestiones del juez Baltasar Garzón y del jurado británico, Augusto Pinochet tiene una cuenta pendiente con la justicia de EEUU. El caso individual de Orlando Letelier no sólo ejemplifica, por ello, todos y cada uno de los terribles destinos que Pinochet impuso a sus víctimas, sino la realidad que abrirá, con renovada esperanza, la relación entre los hombres, las naciones y la justicia en el siglo próximo. Los derechos humanos son universales. Y los crímenes contra los derechos humanos son imprescriptibles.

Mal pueden, contra esta poderosa realidad, invocar soberanía los gobiernos latinoamericanos que, en casi todo lo demás, han renunciado a sus derechos soberanos.

Carlos Fuentes es escritor mexicano.

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