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Bienvenidos a casa

Juan José Millás

Julián y Rosa abrieron al casarse una cuenta corriente (vulgar, decían ellos en broma) en el Central Hispano de su barrio, Moratalaz, donde ingresaban sus respectivas nóminas y desde la que salían cada mes las cuotas del crédito hipotecario gestionado con la misma entidad para la compra del piso. Aparte del crédito, tenían domiciliados en la cuenta los pagos aplazados de una enciclopedia, una cristalería, un ordenador y desde luego las facturas de la luz, el teléfono, el gas y demás gastos fijos.Con los años, la complejidad de la cuenta creció, no ya por el reflejo de la prosperidad laboral de ambos y su consecuente bonanza económica, sino por los intereses y los nuevos créditos, y porque a ella fueron a parar también los recibos del colegio de los niños, los del seguro de vida, de accidentes, y las cuotas de los planes de pensiones que el terrorismo institucionalizado de baja intensidad les obligó a abrir con la llegada de las primeras canas.

Pasado el tiempo, con los chicos ya fuera de casa y ellos dos maduros, aunque todavía jóvenes, decidieron divorciarse. Rosa, que era doctora en Medicina, revisó la añeja cuenta corriente del Central Hispano y diagnosticó que el nodo se había se había convertido en nódulo.

-¿Qué quieres decir? -preguntó Julián.

-Al principio no era más que un punto donde se cruzaban nuestros intereses -señaló ella-, pero ahora es un depósito de ácido úrico. Creo que hemos comido demasiado marisco. No va a ser fácil decidir lo que le corresponde a cada uno.

-Tonterías -dijo él, que no estaba dispuesto a dejarse llevar en esos momentos difíciles por el sentimentalismo.

Finalmente, aplicando unos criterios en parte financieros, en parte médicos, deshicieron el depósito y se lo repartieron con la mejor de las voluntades, procurando que cada uno se llevara lo justo, en función de su tendencia a consumir percebes y de las cantidades aportadas a la creación del depósito. Julián, por pereza, prefirió quedarse con la titularidad de la cuenta corriente, rogándole a ella que se diera de baja cuanto antes, aunque sin prisas. La cosas estaban resultando demasiado civilizadas para estropearlas por una tontería.

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Permaneció asimismo en el piso, por pereza también. Sus ganas de quedarse donde estaba contrastaban con las ansias de Rosa por comenzar una nueva vida. Durante el reparto, en un momento en el que se cruzaron en el pasillo, ella con un humidificador en los brazos y él con una butaca que trasladaba del cuarto de estar al salón, ella le dijo con ternura:

-Cometes un error. Deberías cambiar algo de lugar, además de la butaca. Cancela, aunque sólo sea eso, la cuenta del Central Hispano y ábrete una en el BBV. Estos movimientos simbólicos tienen más importancia de la que parece.

-¿Y por qué en el BBV? -preguntó él.

-Porque yo me la he abierto en el Santander y no quiero que coincidamos en ningún lugar.

Julián hizo un gesto de escepticismo y se sentó en la butaca, delante del televisor, encendiendo un cigarrillo reseco que extrajo de un paquete de Winston oculto en un cajón desde que tres años antes hubiera dejado de fumar.

A Rosa le sentó muy bien la cuenta corriente del Santander. De pequeña, había veraneado un par de veces en Cantabria, y cada vez que hacía una gestión en la sucursal del barrio al que se había trasladado recordaba sus playas, sus prados, su humedad. En cierto sentido, aquel paisaje era el horizonte moral hacia el que había que dirigirse de cara a la madurez. Por eso, cuando imaginaba la cuenta de Julián encerrada en el Hispano, un banco cuyo nombre evocaba tendencias centralistas y medio patrioteras, sentía un poco de pena por su ex marido, y se preguntaba cómo ella misma había podido soportar tantos años atrapada en aquella entidad.

Un día Julián compró el periódico al ir a la oficina y vio en la primera página, con gran despliegue, la noticia de la fusión entre el banco de su ex mujer y el suyo.

Le hizo gracia y estuvo a punto de enviarle por correo una nota irónica. Finalmente, por la noche decidió llamarla por teléfono y al otro lado saltó el contestador rogándole que dejara un mensaje.

-Bienvenida a casa -dijo él tras unos segundos de duda, y se sentó a ver la tele en la única butaca que había cambiado de lugar desde que ella se fuera.

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Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

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