El viaje y las alforjas
PEDRO UGARTE Sorprenden los niveles de comunicación que hemos alcanzado en este fin de milenio. Los seres humanos, al menos los seres humanos que tenemos la fortuna de habitar los sectores más confortables del planeta, contamos con un nutrido muestrario de artilugios para emitir y recibir información. El recuento de nuestra infraestructura a estos efectos sería más prolijo que la lectura del Libro de los Números, precedente bíblico de la ciencia estadística: televisión, fax, magnetoscopio, ordenadores, Internet, móviles, redes digitales, antenas parabólicas, correos electrónicos,... Los sustentos de la información concebidos en otro tiempo (entre ellos la prensa) representan una parte mínima de ese ingente volumen de información que hoy circula por el planeta, que da vueltas, que sube, que baja, que nunca descansa en su permanente trasiego de datos y de ideas. Por cierto, ¿quién ha metido aquí la palabra "ideas"? El descubrimiento de lo que se oculta detrás de esa formidable infraestructura es descorazonador. Una distraída visita al mundo de los internautas y de pronto cunde el desánimo. El que escribe confiesa haber explorado ese sector del universo informático dedicado al personal de base, al ciudadano medio, a esa avanzadilla social compuesta por individuos que ya han accedido al entorno cultural del próximo milenio. Si un extraterrestre examinara todo lo que se contiene ahí llegaría a la conclusión de que éste es un planeta habitado por tarados. Uno tiene la impresión de que la gente crea páginas web no porque le apremie comunicar algo con ellas, sino por la peregrina razón de que, ya que sabe construirlas, si no lo hace, lisa y llanamente revienta. Ni siquiera surge la más mínima aprensión ante la necesidad de resolver dignamente ese nuevo espacio público, esa nueva oportunidad: aquí nadie se corta. La gente confiesa sus aficiones, declara que intercambia cromos del Capitán América, publica las fotos de sus últimas vacaciones en Gandía, forma grupos de contacto sólo para personas que adoran las hamburguesas. La gente busca gente (es un decir) en los chats, a través de conversaciones de oligofrénicos, donde cada uno deja lo peor de sí mismo. Son mugidos intelectuales, un exceso de mayúsculas y signos de admiración que delata la incapacidad no ya para comunicar ideas, sino para mostrar un mínimo dominio de la sintaxis, del tipo "Mi mamá me mima" (Obsérvese que se trata de una operación compleja: después de todo, hay que conjugar el verbo, coordinarlo con el sujeto y poner incluso un acento. Todo esto no está hoy en día al alcance de cualquiera). Hay páginas de grupos fascistoides que albergan conversaciones delirantes, familias mojigatas que se retratan y hablan de sus cosas (sí, la página de los Anderson o de los García Cifuentes), señoritas empeñadas en mostrar al mundo su cuerpo de formas arruinadas, poetas que han trabajado mucho en publicitar su obra por Internet, pero bastante poco en escribirla. El mundo se ha convertido en una especie de inconmensurable soporte para constatar la nada, una abigarrada acumulación de aparatos, medios y sistemas que sólo alberga humo, vapor, gases innobles; una enorme caja de galletas desprovista de galletas. Si la televisión, que los ciudadanos no hacemos, se ha convertido en el centro de las críticas por parte de una sociedad presuntamente lúcida, habría que pensar muy mucho quiénes somos los que damos forma a esa misma sociedad, vista nuestra incapacidad para contrarrestar la estupidez televisiva con otros medios. La comunicación se ha democratizado, pero sólo para demostrar que la inmensa mayoría de los seres humanos, en el fondo, seguimos sin tener nada que decir. En la aventura intelectual de la humanidad, las alforjas cada vez son más grandes y complejas. Los viajes, cada vez más ridículos.
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