Teoría de las fusiones
Hace poco más de un año, el gobernador del Banco de España, Luis Ángel Rojo, compareció ante la Comisión de Economía del Congreso y elaboró una teoría de la concentración financiera con tres reglas del juego: la llegada del euro abre la vía a un proceso de fusiones bancarias; la concentración es aún más conveniente en las cajas de ahorro que en los bancos, ya que muchas de las primeras no tienen la dimensión suficiente para abordar las fortísimas inversiones tecnológicas necesarias para la competencia; por último, es preciso que el Gobierno y el Banco de España permanezcan neutrales ante esta tendencia.
La operación anunciada ayer entre el Santander y el Central Hispano cumple esas condiciones. Las fusiones bancarias han tenido en España teóricos de distinta opinión. A finales de los años ochenta, José Ángel Sánchez Asiaín, entonces presidente del Banco Bilbao, analizó en distintos textos la necesidad de crecer para existir; años después puso en práctica sus tesis con la frustrada OPA del Bilbao sobre Banesto —que llevó a Mario Conde al frente de este último— y, más adelante, con ha fusión entre Bilbao y Vizcaya. Por el contrario, Rafael Termes, antiguo presidente de la Asociación Española de Banca (patronal bancaria) y consejero delegado del Banco Popular, ha escrito en más de una ocasión que "si es verdad que bancos y cajas deben incrementar su eficiencia, no lo es, a mi juicio, que el camino sea el de aumentar el tamaño". Una de las paradojas de la historia es que muchos analistas señalen hoy que el BBV y el Popular tienen posibilidades de formar pareja en el futuro, y Asiaín y Termes —que ya no están en la primera línea ejecutiva de ambos bancos— pudieran sentarse juntos (con sus dispares opiniones) en una futura nueva entidad.
La significación para España de la operación Santander-Central Hispano (que es fruto de la unión de los antiguos bancos Central e Hispano Americano) es la de disputar no sólo el liderazgo del sector financiero español, sino el del propio sistema económico, dadas las posiciones hegemónicas que estas entidades inicialmente bancarias mantienen en los segmentos industrial y de servicios.
España no podía permanecer al margen de la principal tendencia del capitalismo mundial de fin de siglo: el transcurso continuo de fusiones de empresas del mismo objeto social (lo que distingue a esta oleada de otras anteriores, como la que se produjo en los años ochenta, en la que muchas de las concentraciones se hacían a través de ofertas públicas hostiles de adquisición de acciones), de modo que se está transformando la faz empresarial.
Hay distintas razones por las que dos o más sociedades de cualquier sector productivo (finanzas, farmacéutico, tabaqueras, química, telecomunicaciones, automóviles, siderurgia, aseguradoras, empresas alimentarias, etcétera) deciden unir sus destinos: la fundamental es adquirir mayor tamaño para sobrevivir en una economía globalizada y ser más competitivos; una dimensión superior permite, a priori, competir con más recursos y menos costes. La teoría dice que una fusión, para ser buena, debe satisfacer a los tres destinatarios de la misma: los accionistas de las empresas, que deben ver incrementado el valor de su participación; los clientes, a los que la nueva entidad debe proporcionar un mejor servicio en calidad y precio; y los trabajadores, que deben ver asegurados sus puestos de trabajo (lo que suele ser lo más difícil, a la luz de la experiencia; cuando las empresas fusionadas cotizan en Bolsa, suben las acciones al mismo tiempo que se anuncia el número de excedentes previstos). En definitiva, reducir costes, comprar cuotas de mercado (sobre todo en momentos en que se reducen los márgenes empresariales) y crear valor a sus propietarios, los accionistas.
No todas las fusiones tienen un final feliz. No sólo porque muchas de ellas implican una fuerte reducción de empleo, sino por otro tipo de dificultades. Por ejemplo, porque en vez de una fusión se trate de una absorción o de una compra disfrazada, en cuyo caso se generan dos bandos, los vencedores y los vencidos, de difícil convivencia para seguir trabajando juntos; por ejemplo, porque las sinergias previstas, aunque sean nítidas en la programación de la fusión, esperen más tiempo en manifestarse o los beneficios se retarden; o porque haya problemas de culturas empresariales diferentes (como sucedió entre Daimler-Benz y Chrysler en la remuneración de los cuadros de la nueva empresa, o la participación de los trabajadores en los órganos de gestión).
También ha habido ocasiones recientes en que el mercado ha corregido algunas intervenciones políticas históricas. Hace poco más de un mes se fusionaron las petroleras estadounidenses Exxon y Mobil. Estas dos empresas formaron parte de la misma sociedad a principios de siglo; en 1911, la legislación antitrust norteamericana obligó a Rockefeller a trocear la Standard Oil en siete compañías (las siete hermanas), que poco después se pusieron de acuerdo para cartelizar los mercados y las fuentes de suministro del crudo. Ahora, la globalización y la espectacular caída de los precios del petróleo han obligado a unirse a dos de las siete hermanas. Si se generalizase esta tendencia, podría suceder que la era de la liberalización y de la desregulación devenga en un capitalismo monopolista u oligopolista más acentuado que antaño.
Hasta ahora se ha considerado que las fusiones se hacen en buenas coyunturas económicas. En Europa, por ejemplo, en el momento de entrada en vigor del euro y de bajos tipos de interés. La pregunta es cuánto tiempo tardará el otro polo de referencia económico en España, el BBV, en mover ficha.
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