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Desempleo-inflación: once a cero

Los tiempos no son muy razonables. Se debate sobre algunas décimas de punto de crecimiento positivo o negativo. Como si el crecimiento futuro fuese un dato independiente de las acciones que se llevan a cabo en el presente. En el otro extremo, el temor por el año 2000 se ve alimentado en parte por nuestra incapacidad de prever... un acontecimiento seguro, completamente independiente de nuestra voluntad: precisamente el advenimiento del año 2000. ¿Cómo es que no hemos pensado en la puesta a punto de nuestros sistemas informáticos? ¿Estamos tan dominados por los plazos cortos que creemos que pasado mañana es una fecha demasiado lejana como para tenerla en cuenta y pensamos que el mañana ya está escrito? Sin dominio sobre el mañana, sin un proyecto para pasado mañana, ¿cómo extrañarse de que se adueñe de la sociedad un sentimiento difuso de precariedad?Si tuviésemos una visión más amplia de los procesos económicos, no dedicaríamos nuestras energías ni nuestros discursos a nuestra incertidumbre acerca de unas cuantas décimas de punto sobre el índice de crecimiento o sobre el déficit presupuestario para 1999. Once y cero son las cifras que nos atormentarían: la primera es la cifra del paro, y la segunda, la de la inflación. Ambas atestiguan los combates ganados, pero sobre todo los perdidos a lo largo de las dos últimas décadas, y nos indican con claridad el campo de batalla en el que debemos batirnos. De lo contrario, la historia juzgará nuestra época con severidad. Porque esta configuración de los desequilibrios existentes entre el empleo y los precios es muy particular, se asemeja mucho a la que ha caracterizado a las grandes crisis del capitalismo. Da a entender que siempre estamos en situación de que se produzca un desempleo masivo y que una parte importante de la economía vive en un contexto de deflación. Puesto que el índice de inflación es una media y, como algunos precios van en aumento, es necesario que disminuyan otros para que la media sea nula.

La brutalidad de estas cifras arroja un poco de irónica luz en el debate entre lo que se ha convenido en llamar los "optimistas" -que prevén un índice de crecimiento del 2,6% para 1999- y los "pesimistas", cuyas previsiones son sólo del 2,2%.

La gran diferencia entre estas dos cifras es que el desempleo estaría ligeramente por debajo del 11% en el primer caso y ligeramente por encima en el segundo. Lo que se sabe por los mismos debates que han tenido lugar en otros países europeos, sobre todo en Alemania y en Italia, es que son básicamente iguales, aunque la probabilidad de que aumente el paro en estos dos países es mayor que en Francia. Sólo España registrará casi seguro un descenso del paro en 1999, pero su índice de desempleo es el más elevado de Europa.

Por supuesto que se podría decir que el hecho de que el desempleo siga disminuyendo, aunque sea de forma muy ligera, tiene grandes repercusiones en el comportamiento de los consumidores. Entre más épsilon y menos épsilon está la moral de los hogares. Si las previsiones resultan exactas, se podría desencadenar un proceso acumulativo a la baja, al final del cual el agravamiento del paro se alimentaría del descenso del índice de crecimiento, y viceversa. Porque la nueva flexibilidad del mercado de trabajo -la realidad es que el retorno al crecimiento crea muchos empleos precarios- es un arma de dos filos. También significa que la desaceleración del crecimiento destruirá muchos puestos de trabajo. Así, pues, admitamos por un instante que lo que está en juego es tan importante como se dice. Si lo que separa la felicidad de la desgracia es menos de medio punto de crecimiento, ¿cómo podemos imaginarnos por un solo instante que los Gobiernos se quedarán de brazos cruzados si se cumplen las previsiones más pesimistas

De acuerdo con esta hipótesis, perderían en ambos terrenos: el agravamiento del paro se percibiría como una renuncia a sus compromisos electorales y el descenso del crecimiento, por la repercusión que tendría sobre los ingresos públicos, daría lugar a un déficit presupuestario más elevado de lo previsto. De hecho, fallarían al mismo tiempo a sus electores y a sus compromisos europeos, excepto en acompañar la desaceleración del crecimiento de un rigor presupuestario redoblado, una hipótesis que no hay que descartar del todo.

Si, por el contrario, hiciesen todo lo posible para evitar que se produjera algo así, incluyendo una reactivación presupuestaria, como, por ejemplo, una bajada de impuestos y de cotizaciones sobre el trabajo, salvaguardarían lo esencial: el empleo y el crecimiento. No cabe duda de que aumentarían de forma transitoria sus déficit presupuestarios, pero éstos habrían aumentado de todas formas. Así que no se trata de una elección digna de un personaje de Corneille, dado que, en uno de los dos casos, tendrían el déficit más el desempleo y, en el otro, el déficit más el empleo. ¿Por qué motivo iban a dudar?

No sería más que una explicación para su retraso, y no agrada demasiado a los Gobiernos europeos: en el primero de los casos siempre podrán alegar que los déficit presupuestarios han aumentado a su pesar y podrán invocar las implacables consecuencias de la crisis mundial; en el segundo, tendrán que asumir la responsabilidad del aumento afirmando que es el resultado de su voluntad de no dejar que se debilite el crecimiento ni que se agrave el desempleo.

Ahora bien, un consejo así significaría una ruptura radical con respecto al pasado. Los Gobiernos europeos se atreverían a lo que no se han atrevido a hacer en mucho tiempo: utilizar la política económica para combatir el desempleo. ¿Es que no han admitido, de uno u otro modo, que la política de empleo era una cuestión de "ingeniería social", de reformas estructurales y de gestión rigurosa del sistema de protección social? Esto nos lleva a los resultados de los combates del pasado: once a cero.

Una victoria tan aplastante sobre la inflación y un fracaso tan evidente contra el desempleo sólo fueron posibles porque la evolución del desempleo se consideró una consecuencia inevitable de los combates que se libraron en otros frentes desde principios de los años ochenta. Primero fue la lucha contra la inflación y por el relajamiento de las obligaciones exteriores. Para consolidar su victoria, los Gobiernos se enzarzaron enseguida en una lucha, muy costosa en términos de empleo, por la credibilidad de la política monetaria y por la estabilidad de la moneda. Los resultados de dichos combates fueron gloriosos: hoy día, el índice de inflación es uno de los más bajos de nuestra historia; la moneda única está a la vuelta de la esquina y, a pesar de la desaceleración del comercio mundial, Europa disfruta de un superávit exterior considerable.

Pero una evolución como ésta enmascara un desvío de las prioridades. Aunque pudiera pensarse que, una vez que se hubiese alcanzado el objetivo de la inflación, se iban a desplegar todas las energías en el frente del desempleo, aquél se revisa siempre a la baja, lo cual retrasa el combate por el empleo. Parece que aún no ha llegado el momento, pues apenas acaban de anunciarse las victorias anteriores y ya se desplaza el combate a otro frente, al de la reducción del déficit presupuestario con el fin de cumplir los criterios de Maastricht. Pero también en este punto se está produciendo un fenómeno análogo. El objetivo del déficit presupuestario establecido por el tratado era del 3%, pero el Pacto de Estabilidad ha hecho de este porcentaje el límite superior, por encima del cual puede decidirse un procedimiento de sanción contra los Estados. Desde entonces no queda más alternativa que perseverar en el ajuste presupuestario para poder enfrentarse a la próxima recesión sin riesgo de que haya sanciones.

Pero ¿qué pasaría si resultase fundada la hipótesis pesimista y la siguiente recesión se produjese mañana? El resultado sería entonces de más de once a cero, pero el honor quedaría a salvo: contra el viento y la marea del desempleo, los Gobiernos europeos habrían podido mantener el rumbo presupuestario. Y la historia recordará que no hicieron nada frente a estas dos cifras, cuando pudieron haber hecho de todo. El dogmatismo ya no viene, como se podía temer todavía hace unas semanas, del Banco Central Europeo. Este último, liberado del afán de un rigor cada vez mayor al que apuntaba la descentralización formal del poder monetario en Europa, llevará a cabo una política de pragmatismo. Ya lo ha demostrado. El dogmatismo viene del hecho de que serán los Gobiernos los que juzguen los esfuerzos que hagan en materia presupuestaria.

Algunos, por suerte o por obstinación, serán mejores que otros, y esta rivalidad basta para que los Gobiernos hagan todo lo posible para evitar lo que podría interpretarse como una falta a una disciplina libremente consentida. La misma dinámica que en el pasado condujo a excesos de rigor monetario está en vigor en la actualidad, pero, en esta ocasión, en el frente presupuestario. Se dice que las cosas están cambiando. ¿O acaso no acaban de decidir los líderes en Viena la aplicación a los objetivos de empleo y desempleo de la misma técnica que les ha dado tan buenos resultados en materia monetaria y presupuestaria?

Esto me deja perplejo. En el mes de enero, los Gobiernos europeos comunicarán a la Comisión su programa presupuestario para los próximos años, lo que equivale a decir que contienen las discusiones del pacto sobre el empleo. ¿Se disociará la cuestión del empleo de otras cuestiones monetarias y presupuestarias? ¿Cómo podrán los Gobiernos asumir compromisos sobre el empleo o el desempleo si prohíben cualquier margen de maniobra presupuestaria? Han conseguido alcanzar sus objetivos monetarios y presupuestarios porque han aceptado las consecuencias en lo que respecta a desaceleración del crecimiento y empeoramiento del paro. ¿Qué habría ocurrido si se les hubiese exigido que redujeran la inflación y los déficit sin perjudicar a la actividad y al empleo, a menos que fuera de forma transitoria?

Y, sin embargo, la obligación que se han impuesto en el combate contra el empleo es de este tipo: deberán luchar contra un desempleo masivo sin que cueste, por así decirlo, ni un céntimo a sus equilibrios financieros. Una asimetría semejante entre los costes que se aceptan y el objetivo que se persigue permite dudar del éxito de los combates futuros contra el desempleo. Aunque los optimistas tuviesen razón, el resultado seguiría siendo igual de desequilibrado -más de diez a cero-, salvo que se produjese un "cambio de jurisprudencia".

Jean-Paul Fitoussi es economista, presidente del Centro de Estudios del Observatorio Francés de la Coyuntura Económica.

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