Una revolución cultural
Hace cuarenta años triunfó la Revolución Cubana en uno de los acontecimientos más emocionantes y significativos del siglo XX latinoamericano. Nadie que recuerde, o que haya revisado, aquellas imágenes emblemáticas de rebeldes vestidos de verde olivo y de barba entrando a La Habana podrá olvidar el sentimiento de victoria y justicia que suscitó la llegada de Fidel Castro al poder. Nadie tampoco podía prever, en esos días de júbilo y esperanza, que durante los próximos cuatro decenios el régimen de la isla alcanzaría una notoriedad y controversia mundiales completamente desproporcionadas en relación al tamaño del país y las indudables realizaciones acotadas de la revolución. Desde el enfrentamiento más directo y peligroso de la guerra fría e incontables aventuras y travesuras revolucionarias en casi todos los países de América Latina y muchos de África hasta la impresionante capacidad de Fidel Castro de haber sobrevivido a los intentos de nueve presidentes de Estados Unidos por derrocarlo, el régimen revolucionario isleño ha dejado una honda huella en la historia de América Latina en esta segunda mitad del siglo que concluye.Pero, como todo por servir se acaba, también es un hecho que el legado duradero de la Revolución Cubana resulta más difícil de evaluar y ceñir hoy que hace diez, veinte o treinta años. Durante los primeros años, su impacto parecía eminentemente político: la lección dada a millones en el mundo entero de que se podía "resistir al imperialismo", llegar al poder por la vía armada y transformar la sociedad de cabo a rabo, de la noche a la mañana, desterrando para siempre -aunque sea a Miami- lastres tradicionales de la región como la desigualdad, la pobreza, la discriminación racial y de género, y la corrupción secular de sus gobernantes y élites. Hoy sólo unos cuantos fieles amigos y uno que otro intelectual o político disfrazado de guerrillero de élite sostiene esas tesis, y con el paso del tiempo, las aparentes conquistas han resultado tener un coste exorbitante o ser de corta duración. Por todo ello, algunos, desde hace cierto tiempo, hemos tratado de desarrollar una interpretación diferente de la herencia y significado de la revolución castrista, que, si bien no complace a sus dirigentes o acólitos, encierra la ventaja por lo menos de "salvar los muebles".
En 1997, junto con varios otros autores, publiqué una biografía del Che Guevara, una de cuyas tesis fue formulada justamente para construir un terreno de encuentro con la nomenklatura cubana. Sostenía que la vigencia del Che hoy en día no podía ser política, económica o militar; sus ideas y posturas sencillamente no pertenecían al mundo latinoamericano contemporáneo, por más que se pudiera insistir retóricamente en la semejanza de algunos de los problemas de la América Latina actual con los que enfrentó el Che en Cuba y Bolivia: la pobreza, la desigualdad, la violencia de los dominantes contra los dominados, etcétera. Más allá de afirmaciones banales como éstas, y de su posible ejemplo de sacrificio y de altruismo -que encierran serias ambivalencias y contradicciones-, la pertinencia presente del Che reside en su consolidación como símbolo de la inmensa transformación cultural ocurrida en las sociedades industriales y entre las clases medias de nuestros países en los años sesenta. El Che, argumentaba yo, constituía la expresión más concentrada y carismática de la revolución cultural que se apoderó de vastos segmentos de la población en aquellos años, revolución -ésa sí- que surtiría efectos persistentes y profundos.
La tesis no sólo no se convirtió en un terreno de encuentro con los cubanos, sino que causó disgusto entre la nomenklatura (ver, por ejemplo, el número especial de la Revista Tricontinental del año pasado dedicada al Che). Sin embargo, conserva su interés, en mi opinión, y puede ser apoyada por dos consideraciones adicionales, una de las cuales tiene que ver, justamente, con la herencia de la Revolución Cubana en su conjunto, y ya no sólo del Che Guevara. Si vemos hoy lo que queda de la irradicación e impacto del régimen revolucionario en América Latina, es mucho más notable su incidencia cultural -entre escritores, pintores, cineastas, cantautores, etcétera- que política. Nadie, salvo algún nostálgico trasnochado, hace el peregrinaje a los campos de entrenamiento clausurados de Punto Cero; centenares de jóvenes realizadores, fotógrafos, guionistas y cinematógrafos han acudido a la Escuela de Cine de García Márquez en San Antonio de los Baños a lo largo de los últimos diez años. Ningún partido político latinoamericano representativo toma en serio las tesis cubanas sobre los grandes problemas de la región; la afinidad con Cuba, incluso de los grupos comunistas más recalcitrantes, se limita a denunciar el embargo y la hostilidad americanos. Pero el jurado del Premio Casa las Américas sigue congregando a escritores latinoamericanos de primera línea, y eminencias de la vida literaria, académica y gráfica de la región mantienen no sólo su lealtad con Cuba, sino su afecto y sus vínculos personales. Entre políticos, Cuba se extingue; entre figuras culturales, aunque obviamente impera un abismo entre la situación de hoy y la de hace treinta o cuarenta años, la Revolución Cubana sigue viva.
La segunda consideración tiene que ver, extrañamente, con Monica Lewinsky y Bill Clinton. Entre las interpretaciones más interesantes hoy en circulación sobre los últimos acontecimientos en Estados Unidos figura una idea esbozada por Derek Sheirer, un académico amigo de Clinton y que suele fungir como su lector o recomendador de libros. Según esta versión, la guerra desatada por la derecha norteamericana contra Clinton y su esposa, que ya lo convirtió en el tercer presidente del país en ser acusado formalmente de incumplimiento de sus funciones, y que puede conducir a su destitución, tiene un origen muy preciso: las kulturkampf de los años sesenta. Desde esta óptica, la reacción republicana sabe que en los años sesenta no perdió una batalla política: las grandes sacudidas políticas de aquellos años -el movimiento contra la guerra de Vietnam, la campaña de Bobby Kennedy en 1968, las denuncias del Estado autoritario norteamericano- carecieron de consecuencias reales. Pero la década surtió un efecto mucho más doloroso para la derecha: la conmoción cultural que transformó los hábitos de vida, de vestir, de relación entre hombres y mujeres, entre blancos y negros, entre jóvenes y viejos, entre estudiantes y maestros, entre enfermos y médicos, entre presos y carcelarios, etcétera. Esa guerra sí la perdió la derecha, y los representantes más destacados de sus enemigos de aquella conflagración son hoy Bill y Hillary Clinton. Políticamente, los Clinton son descarada y tristemente centristas; en términos culturales, son generacionalmente símbolos radicalmente reformistas de aquella época.
Por su relación privilegiada con los políticos y activistas negros, con el movimiento de mujeres, de homosexuales, de militantes sociales del baby-boom, los Clinton son los abanderados de la victoria cultural de los sesenta, y son, por tanto, los enemigos mortales de una derecha conservadora que aún no se resigna a su derrota de entonces. Sin duda, a Fidel Castro no le agradaría ver reducido su papel en la historia a la expresión emblemática de una época, ni le complace la idea de que la obra más duradera de un animal político por excelencia sea de naturaleza no política. La historia avanza enmascarada, como todos sabemos; ni el Che pensó que terminaría adornando las camisetas de millones de niños y jóvenes totalmente apolíticos, ni Fidel Castro creyó que acabaría recibiendo el apoyo de un Papa virulentamente anticomunista, ni Bill Clinton jamás se imaginó que la lucha más intensa de su vida nacería, metafóricamente, de su amor al saxofón.
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