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La concepción excluyente de la historia española

A pocos días del comienzo del nuevo año, que desembocará a su fin en el nuevo milenio, y deseando contribuir, desde mis escasas fuerzas, pero con la mejor voluntad del mundo, a los universales deseos de paz y concordia entre los hombres, se me ocurre que sería un buen ejemplo que entre los españoles diéramos un paso en la construcción de la paz. La tregua de ETA puede ser un buen anuncio de que hemos empezado a recorrer ese camino, pero, como historiador, pienso que no basta con la buena voluntad y que un correcto entendimiento de la historia puede ser definitivo, pues la importancia de la historia como disciplina no puede ser nunca minusvalorada, ya que una recta interpretación de la misma puede favorecer la concordia y buena vecindad, mientras lo contrario nos llevará al conflicto y a la desestabilización.Un ejemplo de esa incorrecta interpretación de la historia puede ser la bien acreditada, entre muchos de nosotros, teoría de las "dos Españas", a cuya consolidación ha contribuido decisivamente la reiteración de guerras civiles durante el siglo XIX. El hecho de que éstas tuvieran lugar avalaba la existencia de "dos Españas" irreconocibles entre sí, cada una de las cuales se arrogaba el privilegio de ser la auténtica y, por lo tanto, con el derecho de eliminar a la contraria. Así se explica la frecuencia entre nosotros de grandes personajes perseguidos, proscritos, marginados o exiliados. Es un hecho, sin embargo, de que ambas Españas se alimentaban del mismo fondo de intolerancia, dogmatofilia y, en definitiva, espíritu inquisitorial.

La última guerra civil (1936-39) llevó a su extremo esta actitud al dividir profundamente y de manera radical e irreconciliable tanto el territorio nacional como la adscripción de los españoles a uno u otro bando, hasta conseguir la victoria de uno sobre la derrota y el desmantelamiento del contrario. Así, el régimen nacido de la España victoriosa se autoproclamó representante de la verdadera y auténtica España, y puso en práctica una política que tenía como fin eliminar las mínimas raíces y vestigios de la España que había sido vencida, enfatizando para ello los valores de una unidad centralista y sin fisuras en la que cualquier diferencia tenía que ser erradicada mediante la autolegitimación de un nacional-catolicismo de origen contrarreformista y que consideraba a los no católicos -no ya como herejes-, sino, simple y rotundamente, como antiespañoles.

La guerra civil y el triunfo franquista, en la medida en que se consideró representante de la auténtica y verdadera España -por tanto, única-, justificó la existencia de una anti-España que debía ser eliminada sin piedad. Era el triunfo de la exclusión y de una interpretación excluyente de la historia española, para cuya legitimación se valoró sin contrapartida la importancia de Castilla, lo que dio lugar al surgimiento de una visión castiza y castellanista de nuestra historia en la que la figura del Cid Campeador ocupó un eje referencial de alto valor simbólico. A fin de favorecer esa interpretación se acarreó sin discriminación abundante material de derribo aportado por la generación del 98 y su exaltación de lo castellano como arquetipo de lo español. El falangismo y los escritores falangistas -pienso muy particularmente en Onésimo Redondo y su visión jonsista de la historia- entraron a saco en ese material de derribo para exaltar la figura del general Franco y la visión castiza y excluyente a que hemos hecho referencia. En ese sentido, la manipulación histórica a que fuimos sometidos los que entonces éramos niños fue formidable y, vista desde hoy, puede provocar hasta la risa -si no fuera dramático- de los que en su momento airearon el florido pensil.

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A cambiar esa visión unilateral y excluyente de la historia española estaba destinada la Constitución de 1978, aceptada y aprobada por abrumadora mayoría, puesto que se vio en ella la posibilidad de construir una España unida y armónica a la vez que sin discriminaciones ni exclusiones que minusvaloran las diferencias y peculiaridades entre las distintas partes de España, se llamaran como se llamaran: regiones, nacionalidades o incluso naciones. La Constitución optó por las llamadas "comunidades autónomas", pero resultaba, en todo caso, claro que lo que se pretendía era incentivar una visión omnicomprensiva y abarcadora del conjunto español sin necesidad de anular sus diferencias. Era, de cualquier manera, una oportunidad para acabar con los exclusivismos del pasado e iniciar una España nueva y que fuera de todos y para todos, sin discriminaciones.

Estábamos en aquellos años ilusionados con esa idea y muy lejos de sospechar que, una vez que la España tradicional había entonado su palinodia, el exclusivismo iba a realizar un trasvase del centro a la periferia y que el principio de lo excluyente se iba a instalar en las distintas partes integrantes del conjunto. Hoy asistimos perplejos -y el caso vasco está bien próximo- a esa negación del otro que realizan nacionalismos miopes y cerriles, ansiosos de reafirmar la propia identidad de lo uno, sin darse cuenta de que no hay uno sin otro, ya que todos formamos parte de una convivencia dialéctica y compleja.

Es triste comprobar que cuando la mayor parte de los españoles hemos renunciado a la exclusión del otro para intentar una convivencia armónica y alegre de todos, el exclusivismo se instala anacrónicamente en lugares y regiones que siempre han formado parte de España, aunque ahora tengan derecho -y nadie se lo niega- a expresar su nacionalidad.

Ante tanta ceguera sólo queda proclamar lo obvio y recordar la complejidad antropológica del tema de la identidad. De la misma forma que el ser padres de nuestros hijos no elimina la realidad de que somos hijos de nuestros padres -es decir, que paternidad y filialidad no están reñidas-, debemos recordar también que ser vascos no es impedimento para ser y sentirse español, al igual que ser español tampoco está reñido con ser vasco. Y para mayor confusión y mareo de los simplificadores de turno, recordemos que ni ser vasco ni español nos impide ser europeos, ni el ser europeo nos impide tampoco ser ciudadanos del mundo, que, al fin y al cabo, es lo único importante. Como dijo un vasco universal, Miguel de Unamuno: "Hombre soy, y ningún hombre me es ajeno".

Por eso, frente a los que todo lo confunden o quieren confundir a los otros mediante la utilización política de la ignorancia a favor de sus intereses de partido, es necesario invocar verdades obvias y archisabidas, en virtud de las cuales se hace imperioso sustituir el principio de exclusión -que tanto daño nos ha hecho- por el de integración, así como la diferencia entre unos y otros tampoco impide la complementariedad, que, al fin y al cabo, es exigencia ineludible de la convivencia y buena vecindad. Hagamos un voto de confianza por ésta al comienzo del nuevo año; con este deseo de buena voluntad escribo estas líneas.

José Luis Abellán es catedrático de la Universidad Complutense de Madrid.

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