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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Abrevien, senadores

EL SEGUNDO juicio en la historia para la destitución de un presidente de Estados Unidos empezó ayer en el Senado, formalmente antes de haber aclarado el procedimiento. Aunque todo indica que no será así, más hubiera valido una vista breve. Pues ni EE UU ni el resto del mundo se pueden permitir un juicio largo en el Senado para la posible destitución de Clinton por unos supuestos delitos que, al menos en su origen -no en sus consecuencias posteriores de acusaciones de perjurio y obstrucción a la justicia-, en las democracias europeas no hubieran tenido trascendencia. Lo razonable, y lo que proponen los republicanos moderados, los demócratas sensatos y varios ex presidentes, es que el caso se cierre rápidamente y sin destitución. Si acaso, con una reprobación moral o política. A Clinton, y sólo a él, le correspondería entonces sacar las consecuencias políticas.Dado que, de los 100 escaños senatoriales, 55 están en manos republicanas y 45 en demócratas, no parece que puedan reunirse los dos tercios de los votos necesarios para condenar al presidente y destituirle (aunque, en este festival de sorpresas, nunca se sabe lo que puede ocurrir). Sea como sea, no sería recomendable que el presidente de EE UU y el poder legislativo dedicaran mucho más tiempo a este asunto. Probablemente, la preocupación por el Watergate influyó en la incapacidad de Richard Nixon para salvar dignamente la crisis monetaria de entonces. Hoy, con la experiencia del euro en marcha, casi la mitad del planeta en recesión y con una crisis abierta con Irak -que tiene demasiado que ver con los problemas internos de Clinton-, el jefe del Ejecutivo de EE UU no debe dedicar tanto tiempo a defenderse en este juicio. Las acusaciones de perjurio y obstrucción a la justicia nada tienen que ver con el motivo original de la instrucción del fiscal especial Kenneth Starr, el caso Whitewater, sino con unas relaciones personales entre el presidente y una becaria, y no parecen responder a los "delitos graves" que, junto a la traición, cohecho o fechorías, establece la Constitución estadounidense para el impeachment. No habría habido caso sin la intervención de sectores ultras de la sociedad norteamericana que se la tenían jurada a Clinton.

Constituido como peculiar tribunal, eminentemente político, la innovación en el procedimiento del juicio en el Senado es inevitable. Pues el único precedente es el de Andrew Johnson, en 1868, cuando el entonces presidente se salvó de la destitución por un voto. Salvo el requisito constitucional de que sea el presidente del Tribunal Supremo, William Rehnquist, quien presida el Senado durante este juicio, los procedimientos de entonces no valen: 130 años atrás, EE UU no era una superpotencia, ni vivía en una economía globalizada, ni había televisión.

Muchos son los republicanos que, con un desfile de testigos ante el Senado, esperan volver a agitar las aguas políticas, confiando en que tal agitación tapará los profundos problemas de su propio partido y ensuciará al rival. Pero, dado que la información del caso es harto conocida, y salvo que hubiera nuevas pruebas, sería más lógico un voto para que los senadores decidan si las acusaciones responden a los preceptos constitucionales y, de paso, apreciar si se dan o no los dos tercios necesarios para la destitución de Clinton. Si no se alcanza esa votación, el Senado podría archivar el caso y proceder a un voto de censura por simple mayoría. Pero los ánimos están encontrados. Clinton, por su parte, debería aplazar, como le pide la mayoría en el Congreso, su discurso sobre el estado de la Unión, previsto para el 19 de enero. Pues si el juicio sigue abierto resultaría fuera de lugar que un presidente que está siendo juzgado para su posible destitución presentara su programa para los dos últimos años de su mandato.

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Clinton conserva unas altas cotas de popularidad, porque la economía marcha bien y mejora el clima social con un retroceso de la criminalidad. Aunque haya perdido terreno en las últimas encuestas y su reputación personal haya bajado, como presidente sigue siendo bien valorado. Pero las miradas y el interés empiezan a girar hacia ese futuro de las presidenciales del 2000. El vicepresidente Albert Gore, al que ya no le contaría este resto de mandato si Clinton dimitiera y él asumiera la presidencia, ya ha anunciado su candidatura, básicamente para poder empezar a recabar legalmente financiación para lo que será una costosa campaña. Otros caballos están empezando a colocarse por parte republicana; entre ellos, Elizabeth Dole, la esposa del candidato vencido por Clinton en 1996, y George Bush Jr., hijo del presidente a quien Clinton derrotara en 1992. ¿Intenta la historia vengarse?

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