El hombre y la tierra
Este bello encinar de San Agustín del Guadalix es modelo de armonía entre usos humanos y vida salvaje
Utopía es, etimológicamente, un no-lugar, un sitio que no existe. La naturaleza virgen, al menos en nuestra región, es una utopía. Flaco favor le hacen a la naturaleza los ecologistas radicales que, obnubilados por esa quimera, desean recluir a la especie humana en el campo de concentración de las ciudades. Einstein dijo, en plan boutade, que no se ha demostrado que la humanidad no deba ser exterminada. Pero tampoco hay por qué empeñarse en demostrar lo contrario, sino tratar de vivir con el resto de las especies tomando como modelos aquellos lugares -reales, no utópicos- donde rige un equilibrio casi perfecto. Como la dehesa de Moncalvillo.En 1459, los señores de Mendoza, que lo eran de Pedrezuela y San Agustín del Guadalix, cedieron la dehesa a ambos pueblos contra un censo anual, con la condición expresa de que no fuera vendida ni dividida. En 1591, empero, Pedrezuela hizo de su parte tantas otras como vecinos eran. San Agustín, en cambio, mantuvo su palabra, y así es como ha llegado hasta nuestros días este monte comunal de 1.350 hectáreas que cubre con prieto manto de encinas y enebros la solana del cerro de San Pedro, derramándose desde los 1.027 metros de la Camorcha hasta los 700 del río Guadalix.
Unas ochocientas cabezas de vacuno y cientos de caballar, pertenecientes a 30 vecinos, pacen en los claros -que no son muchos- del bosque, manteniendo viva la tradición de una cabaña famosa en tiempos por sus toros bravos -alguno queda-, sus caballos de excelente nervio y sus cerdos, los mejores que hubo reinando don Felipe II. Y también se cazan conejos y perdices cuando es tiempo de ello.
Además de por estos aprovechamientos, Moncalvillo se ha señalado históricamente por dar refugio en su espesura a los perseguidos. Los que hoy huimos de la ciudad podemos también refugiarnos en Moncalvillo acercándonos en coche por la carretera que va de San Agustín a Colmenar Viejo. Entre los hitos kilométricos 14 y 15, sale a la diestra una pista de servicio del Canal de Isabel II por la que vamos a echarnos a andar para, tras un centenar de pasos largos, dejar el asfalto y virar a la izquierda por una vía pecuaria -señalizada como tal- que corre anchurosa entre dos cercas de piedra. La selva que cae tras el muro de la derecha es la dehesa de Moncalvillo.
E1 camino, en suave ascenso, pasa junto a una primera portilla metálica que no franqueamos y, como a tres cuartos de hora del inicio, junto a una segunda que da acceso a la cercana ermita de Navalazarza. Allí, en casa blanca sobre fronda oscura, la Virgen se refugia -ella también- entre el tercer domingo de mayo, que la suben en procesión, y el 8 de septiembre, que se celebra la romería inversa.
De vuelta en la cañada, tardamos otro cuarto en auparnos a la Camorcha, cueto de roca gnéisica que es la máxima cota de la dehesa y el mejor observatorio de la fauna que bulle en su interior: el zorro y el gato montés, el búho real y el mochuelo, el abejaruco y la oropéndola, la abubilla y el vencejo, el milano negro y el buitre leonado. La cima pelada del cerro de San Pedro (1.425 metros) queda a nuestras espaldas; enfrente, más allá de la linde del encinar, la vista se explaya por la desolada llanura hasta los arrabales de Madrid, donde el hombre y la tierra son dos completos extraños.
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