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El oreopiteco

El oreopiteco empezó a andar erguido hace unos ocho millones y medio de años, en una isla formada por parte de lo que hoy son la Toscana y Cerdeña. Los paleontólogos catalanes que estudian sus restos fósiles han descubierto que, al convertirse en un animal bípedo, pudo desarrollar sus extremidades superiores hasta conseguir utilizarlas para lo único que podría hacerlo un simio cuyo cerebro, sin embargo, nunca llegó a evolucionar de un modo paralelo al de sus manos: para golpear y alimentarse. Los investigadores creen que se extinguió, devorado por los depredadores, al unirse su territorio al continente.El lunes, en el paseo de la Ermita del Santo, un hombre de 45 años y su hijo de 17 entraron en una gasolinera, poco después de medianoche. Por alguna razón, su furgoneta se fue a estrellar contra -o tal vez fuese golpeada por- el turismo de una mujer de 35. Emilio R. y Fernando R. se bajaron del vehículo y, a patadas y puñetazos, le rompieron a Cecilia A. la clavícula y dos costillas.

Un día antes, el domingo, seis clientes del restaurante chino Jardín de Oriente insultaron y golpearon a uno de los camareros, Zahoquin Chen, de 40 años. Al principio, le pegaron dentro del local y después en la calle: mientras algunos de los hombres le sujetaban, otros seguían demoliéndolo sin piedad.

Pero esas cosas no ocurren sólo en Madrid, por supuesto. Ese mismo domingo, mientras los seis valientes aparcacoches -parece que así se ganan la vida- hacían puré la cara de Zahoquin Chen en la capital, en Girona un hombre de 45 años mató a su pareja atravesándole el corazón con un cuchillo de cocina. Jesús María P. V. Ése es el nombre del asesino.

Aunque uno puede mirar incluso un poco más hacia lo lejos, para darse cuenta de que estas cosas ocurren en todas partes: en Pakistán, dos suníes entraron en una mezquita para ametrallar a los fieles de etnia shií que estudiaban en su interior el Corán, matando a 17. En China, las autoridades detienen -según el Vaticano, de forma habitual- a sacerdotes católicos como Li Quinghua y los encierran en una jaula con varias prostitutas que intentan seducirlos o violarlos. El oreopiteco tenía manos, como los hombres, pero su cerebro continuó siendo el de un orangután. Eso es verdad, pero el resto es mentira: lo cierto es que nunca llegó a extinguirse del todo; algunos ejemplares lograron escapar de las fieras que los acosaban y, en su huida, se dispersaron por toda Europa. Después se mezclaron con el resto de la humanidad asumiendo identidades falsas y disfrazándose de gente normal hasta conseguir parecerse a ella de un modo asombroso: pieles más o menos limpias, ojos idénticos, uñas cortadas, la misma estructura ósea, capacidad para expresarse y andar sólo sobre dos pies.

Pero no son como nosotros. Su sangre es ácida y oscura. Sus dedos están fríos y su corazón es de hierro. Cuando caminan, van dejando un rastro espantoso de mujeres degolladas o quemadas vivas, cristales rotos y niños maltratados. De vez en cuando la policía captura algún espécimen, pero los jueces suelen devolverlos de nuevo al exterior, probablemente porque los confundan con personas y, en consecuencia, les otorguen el derecho a la reinserción, a disfrutar de una segunda oportunidad.

Ahora que el Ayuntamiento ha editado un Diccionario de la fauna ornamental de Madrid que cataloga los cocodrilos, ranas, panteras, águilas o leones de mármol, piedra o metal que adornan muestra ciudad, es posible que fuese el momento de hacerle su primera estatua al oreopiteco. Tendría que ser una imagen nítida y con capacidad simbólica que, como ocurre en las otras alimañas reales o mitológicas que pueblan nuestros monumentos, dejase ver cómo son por fuera y adivinar cómo son por dentro: fuertes y crueles, sádicos y a veces bellos, enigmáticos y brutales. Cuando el autor del libro, Jesús Sanz, lo incluyese en otra edición de su libro, le sería fácil explicar su significado, igual que hace con cada una de las otras bestias: se trata del animal más viejo y temible; el que tiene la forma de todos nuestros miedos.

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