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Tribuna
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El hombre y el artista

Victoria Combalia

El pasado 10 de diciembre, Joan Brossa vino a vernos al Centro Tecla Sala de L"Hospitalet de Llobregat (Barcelona). Le habíamos pedido que nos hiciera uno de sus poemas transitables en una nueva planta de L"Hospitalet y tenía que dar su visto bueno a la interpretación que el arquitecto Franquet había hecho de su idea. También quería ver la exposición de Manuel Ocampo, cuyas pinturas estaban esparcidas por el suelo y podían ser pisadas por los espectadores. "Esto está muy bien", nos comentó, y lo hizo, como siempre, sin asomo de condescendencia. Su proyecto de escultura comprendía las letras de la palabra L"Hospitalet pintadas de rojo y esparcidas entre los árboles del futuro parque, mientras que el resto de las letras del abecedario habían de disponerse una encima de la otra, en un montón que podía ser colocado en el suelo o en un estanque. "En un estanque, en un estanque", dijo inmediatamente Brossa, "pues de lo contrario los niños treparán y los niños son terribles".Y luego añadió al ver que los árboles de la maqueta estaban hechos de metal: "¿No podemos dejarlos así, de metal?". Esta pequeña anécdota revela muy bien el carácter de Joan Brossa: tan crítico como irreverente y tan entusiasta como rápido en sus hallazgos poéticos. Todo en él era, en lo cotidiano, anticonvencional; en su lenguaje, un delicioso juego de palabras, y en lo moral, de una prístina transparencia.

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João Cabral de Melo lo definió con precisión y ternura: "Es un hombre genial, muy curioso, de una gran sensibilidad. Es un artista que vivía al margen del dinero (...) lo recuerdo como a un hombre de una bondad, de una simplicidad y de un sentido de la amistad extraordinarios".

Joan Brossa dio un giro de 180 grados a la plástica catalana con sus poesías visuales y sus poemas objeto, iniciados los primeros tan pronto como en 1941. Joven inquieto surgido de una modesta familia, la conexión con J. V. Foix y con el mecenas Joan Prats lo puso en contacto con Miró y con el surrealismo, que fueron, para él, la antesala de la ruptura vanguardista. Salvado el bache de un teatro realista en la década de los cincuenta y de una magia un poco de cartón piedra en el periodo de Dau al Set, Brossa se dedica sistemáticamente a poner en cuestión los componentes básicos del teatro convencional: sus poesías escénicas, iniciadas tan pronto como en 1945, son anteriores a las acciones y happenings internacionales.

Su poesía visual está en la línea de la mejor poesía experimental, de Mallarmé a G. Ruhm, y sus poemas objeto, con su choque de dos elementos dispares, están llenos de ironía, de sentido del humor o de lirismo. País, por ejemplo, es un balón de fútbol coronado por una peineta; Jabón sucio es una pastilla de jabón con una huella dactilar.

Sin estas aportaciones, ni Carlos Santos ni Perejaume, ni Rogelio López-Cuenca, ni ninguno de tantos otros que se proclaman herederos de su legado, hubieran sido los mismos.

Existe un mundo brossiano que él fue capaz de imponer con la pasmosa naturalidad que emana de quien es totalmente él mismo: un mundo en cierto modo feliz, hecho de letras de alfabeto, de objetos cotidianos, artesanales, de magia blanca, de personajes de comedia del arte, de películas mudas. Añoraremos enormemente a Brossa, el último de los utópicos, un gran idealista que aún tenía capacidad de hacernos reír.

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