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Auto(in)determinaciónENRIC FOSSAS

Los acontecimientos políticos de estos últimos meses y las recientes conmemoraciones públicas que se han celebrado en nuestro país (Constitución, Declaración Universal de los Derechos Humanos) han puesto de nuevo a debate el espinoso tema de la autodeterminación. Espinoso no sólo porque se trata de una cuestión en sí misma compleja y controvertida, sino porque, al igual que ocurre con otros asuntos, parece cada vez más difícil hablar de él sin que al personal se le caliente la boca, pierda los estribos o, simplemente, se ponga nervioso. A mi modo de ver, ello se debe en primer lugar a que, en nuestro contexto, la polémica versa sobre la "autodeterminación nacional", y en segundo lugar, a que su discusión pone de manifiesto una -curiosamente- deliberada "indeterminación" de las fuerzas políticas. La autodeterminación en España es reivindicada por las naciones insatisfechas con su situación (País Vasco y Cataluña), ya que aquellas que sí lo están no la invocan, puesto que la dan por supuesta. En efecto, se argumenta a menudo que la nación española ya se autodeterminó con la aprobación de la Constitución de 1978, lo cual no es ningún disparate. El problema es que para los nacionalismos minoritarios España no es una realidad nacional, al igual que no lo son Cataluña y el País Vasco para el nacionalismo español. De hecho, la controversia no gira en torno a la autodeterminación, sino sobre su a priori, es decir, la autoafirmación y la autodelimitación. Lo que se niega es la identidad nacional, con lo cual se rechaza la autodeterminación. Lleva razón Miquel Caminal cuando afirma que "el nacionalismo es libertador cuando define el objeto de la autodeterminación, puede ser opresor cuando define el sujeto de la autodeterminación, y casi siempre es conflictivo cuando señala el territorio objeto de la autodeterminación" (EL PAÍS, 27 de noviembre de 1998). Pero ha de admitirse que ello es predicable de todo nacionalismo y, en cualquier caso, el reto de las democracias a finales de este siglo consiste precisamente en hallar reglas democráticas (que sustituyan a las guerras, las conquistas o las invasiones) para identificar democráticamente a las naciones. Como ha sostenido Herrero de Miñón, la vida democrática sólo es posible cuando existe un previo demos como cuerpo político. La autodeterminación individual, mediante elecciones, concurrencia democrática y regla de la mayoría, exige previamente un grado de homogeneidad y de cohesión para adoptar decisiones mediante el consenso. Por ello, los esquemas de una democracia mayoritaria no pueden funcionar en sociedades plurales (y plurinacionales), que deben organizarse bajo la forma de democracia consocional. Pero la tensión que genera el debate sobre la autodeterminación deriva sobre todo de la actitud de las fuerzas políticas. Los nacionalistas minoritarios, con todos los matices, invocan el derecho de autodeterminación como proclamación programática y lo utilizan estratégicamente como arma política, pero no lo formulan como una opción efectiva ni explican claramente cómo entienden su ejercicio. Los partidos estatales, por su parte, niegan que Cataluña y el País Vasco disfruten jurídica o moralmente de tal derecho, pero al mismo tiempo sostienen que ya lo ejercieron al celebrarse los correspondientes referendos sobre la Constitución y los estatutos de autonomía. Unos y otros, sin decirlo, parece que operan con el mismo concepto: la autodeterminación externa en una de sus variantes (creación de un Estado independiente) y ejercida de forma episódica (de una sola vez, mediante un referéndum). De este modo, se asimila la autodeterminación a la secesión, con lo cual se simplifica su significado, se asocia exclusivamente a una de sus modalidades y se equipara nacionalismo con separatismo. Este reduccionismo parece convenir a todas las partes. A los partidos estatales les resulta fácil demostrar que, así formulado, el derecho de autodeterminación no puede ser ejercido ni en el orden constitucional español (irrealizable en la práctica, por mucha imaginación que se le ponga), ni de acuerdo con el derecho internacional, donde aparece limitado por el principio de integridad territorial, y reservado a circunstancias excepcionales (dominación colonial, ocupación militar, regímenes autoritarios). A los partidos nacionalistas, por su parte, les permite mantener permanentemente sus reivindicaciones, entendidas como sustituto de una aspiración irrealizable. La conveniencia, además, va acompañada de un cierto cinismo: las fuerzas estatales admitirían el ejercicio de esa autodeterminación, sabedoras de las mínimas posibilidades de éxito en Cataluña y el País Vasco, mientras los nacionalistas de esas comunidades, por la misma razón, preferirían francamente no ejercerla. En definitiva, nadie mantiene una clara determinación en sus posiciones. Lo lamentable es que mientras que en nuestro país se opera con esta concepción de la autodeterminación, que genera conflictividad y tensión, el derecho y la práctica internacionales van por otros caminos. Por un lado, se tiende a aproximar cada vez más la autodeterminación externa a la interna, entendida como el principio democrático según el cual el pueblo es el único sujeto legitimado para decidir sobre los modos en que desea ser gobernado, lo que incluiría también adoptar su propia Constitución dentro del ámbito territorial de un Estado más amplio. Por otro lado, se extiende la idea de una autodeterminación permanente, que se ejerce de forma continuada, como un proceso en el cual los ciudadanos deben tener la oportunidad ininterrumpida de elegir a sus gobernantes y su sistema político, y de cambiarlo cuando así lo decidan. Éste es el concepto de autodeterminación adecuado a una sociedad democrática posmoderna, inmersa en un contexto de paz, globalización e integración europea, al que todos los nacionalismos deberían adaptarse. Pero asumir esa idea implica un mayor esfuerzo y una mayor determinación: para unos, renunciar a la autodeterminación externa y episódica como estrategia de la tensión; para otros, aceptar las consecuencias de la autodeterminación interna y permanente, lo cual exige sensibilidad a las demandas políticas expresadas democráticamente. Para todos, la obligación de explorar las vías para articular el diálogo y la negociación, el compromiso y el acuerdo, como estableció la ejemplar sentencia del Tribunal Supremo de Canadá. Como ha escrito Jeremy Waldron, "en nuestra sociedad no estamos de acuerdo en muchas cosas, pero quizás podemos ponernos de acuerdo en esto: somos una sociedad mejor por seguir discutiendo acerca de determinadas cuestiones de lo que seríamos si esas discusiones se concluyeran artificialmente". Sigamos discutiendo, pues, relajadamente sobre la autodeterminación.

Enric Fossas es profesor de Derecho Constitucional de la Universidad Autónoma de Barcelona.

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