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Embrujo de Madrid

Llega por fin el día en que nos toca rendir visita a un hospital. Van a hacernos un reconocimiento a fondo con material ultramoderno y, entre que la vida es de por sí frágil y uno padece de cierta hipocondría, ya al salir de casa nos ronda por un instante la sugestión de un presagio funesto. La clínica queda en las afueras, en una zona tranquila y arbolada donde el fragor urbano es sólo un sueño rumoroso, pero de momento tomamos un taxi y ya estamos en plena leonera, inmersos en esta ciudad en pie de guerra que es Madrid.Madrid parece el juguete que alguien se complace en destripar con el mísero afán de ver la magia de su urdimbre. Todo es la misma maraña de zanjas, vallas, socavones, escombreras, taladradoras, bocinazos, atascos y zafarrancho general. Al cabo del tiempo, sin embargo, diríase que el caos está ya a punto de devenir diseño, e incluso santo y seña de la identidad que este lugar nunca tuvo ni necesitó. Así como Venecia ha encontrado la gloria en la decadencia de su propio esplendor, por este camino de regeneración apocalíptica Madrid podría llegar a convertirse en una Venecia condenada a destruirse y a renacer continuamente de sus propias entrañas, como un Ave Fénix o un Sísifo descomunal que el genio hispano ofrece a sus congéneres. Tomamos, pues, el taxi y, para rematar la confusión, el taxista tiene conectada la radio con una tertulia política, el volumen bien alto, y uno lee el periódico a la vez que escucha vagamente el guirigay de la polémica. Son voces campanudas, competentes, cargadas de razón en sí mismas, y ya en el tono, y hasta en los carraspeos previos, está anticipada la autoridad y majeza del juicio. Allí donde no alcanzan los argumentos, la elocuencia no yerra. Y no importa si a veces uno se distrae o no entiende bien un parlamento, porque la línea melódica es bastante para captar matices de desdén, de escándalo, de suficiencia, de enojo, de sarcasmo, y no perder así el hilo del discurso. Dan ganas incluso de llevar con el pie el ritmo de esta especie de salsa doctrinal. Leemos el periódico, sufrimos por igual la furia moral y urbanística de la tertulia y de las calles trepidantes, y según dejamos atrás el mundanal ruido, tenemos la impresión de que las noticias y las opiniones van quedando también más y más lejos, hasta que finalmente, coincidiendo con el instante milagroso en que nos apeamos del taxi y oímos en el silencio nítido, como si se transparentara, el canto de los pájaros, parecen ya irreales.

Ahora estamos en un hospital de la Seguridad Social. Hay mucha gente que va y viene, pero aquí todo se hace con lentitud y circunspección y, más que la actividad, lo que define el ambiente es la actitud unánime de sigilo y espera. En las antesalas, los pacientes aguardan sin prisa, y se entregan al tiempo con una aplicación que algo tiene de laboral. Apenas hablan entre ellos. Si acaso, intercambian un rápido cuchicheo, y otra vez vuelven a sus puestos y se concentra cada cual en lo suyo. En algunas caras, embelesadas al parecer en peripecias que ocurren en el vacío o en la memoria, hay una expresión de beatitud; en otras, sólo es legible el mero afán de permanencia. Viniendo del torbellino urbano, por momentos da la impresión de que esta gente ha sido tocada por una varita mágica y congelada ahí hasta que se cumpla el plazo secular en que habrán de retomar sus quehaceres en el punto exacto en que los sorprendió el encantamiento.

Yo deambulo por los pasillos buscando la primera sección donde tengo cita dentro de unos minutos. Me han dado una tarjetita de identidad y un volante con los horarios asignados y yo voy con ellos en la mano y de vez en cuando los enseñó aquí y allí, como si fuesen talismanes. En la antesala de radiología hay muchos pacientes haciendo vez en filas de asientos funcionales, y por la actitud dócil y ensimismada parece que llevan esperando allí una eternidad. También a mí me dicen en una ventanilla que me siente y espere, que ya me avisarán. Yo sin embargo prefiero pasear por el breve espacio despejado que hay frente a los asientos, quizá con la esperanza supersticiosa de que así me llamarán antes. En el extremo de la primera fila hay dos hombres de mediana edad, vestidos con camisas negras, cazadoras de plástico y pantalones marrones de género, todo comprado quizá en mercadillos ambulantes. Uno de ellos sostiene en las rodillas a un niño todavía de chupete, que enseguida desorbita los ojos, me señala con el dedo y balbucea algo. Yo le sonrío y lo saludo con las cejas. El niño mira al hombre pidiendo explicaciones y el hombre le dice: "Sí, ¿ves?, es un señor", y sus palabras suenan en el silencio muy claritas, y hasta un poco estentóreas. Todos me miran, y yo tengo de pronto la sensación de que estoy en un escenario y de que los otros son los espectadores que siguen atentamente desde sus butacas mi representación de paseante. Cada cinco pasos yo me doy la vuelta y ahí está el niño señalándome con el dedo, y en cada ronda yo me veo en la obligación de repetir ante el auditorio el gesto de complicidad, y el hombre dice: "¿Ves? Ahí está el señor". Y no parece que al niño se le vaya a acabar nunca el asombro de verme. De repente me invade un sentimiento de extrañeza y me veo a mí mismo de lejos, como en el teatro de Bertolt Brecht. Veo a un señor de cincuenta años que pasea por la antesala de un hospital y que, en efecto, no es más que eso: un señor cualquiera, que anda a lo suyo por el mundo.

Ahora el señor se sienta también y se aplica a la espera. Éstas son verdaderas salas de estar, donde el tiempo se colma de sentido en su propia y simple duración, y uno puede descansar del trabajo de ser y reencontrarse sin angustia con el absurdo esencial de la vida. Pero, según transcurre la mañana, al señor cualquiera le van entrando unos deseos cada vez más urgentes de marcharse de allí, de huir de ese silencio y de esa lentitud, y hasta cree percibir el latido remoto de la ciudad como una invitación y una promesa. Cuando el señor cualquiera sale del hospital, cinco horas más tarde, se siente ágil y animoso. Camina a toda prisa hacia el tumulto cada vez más cercano. Toma un taxi y allí está de nuevo en la radio la algarabía de una disputa deportiva. El taxista nos mira por el retrovisor y gruñe algo. Creemos notar en su voz y en sus ojos un matiz de desprecio y hasta de desafío, que nosotros recibimos con gratitud, casi con emoción. Y ahora, ya estamos otra vez en pleno cisco: acelerones, bocinazos, zanjas, vallas, gritos, escombros, carreras, excavadoras, socavones, blasfemias y fragor infernal. Y en la radio se quitan la vez unos a otros y se monta una bronca de lo más jovial y alentadora.

Uno se recuesta entonces en el asiento y cierra los ojos para apurar la plenitud del instante. Definitivamente, nos gusta la vida, y no por otra cosa, quede claro, nos dejamos seducir de vez en cuando por el embrujo de Madrid.

Luis Landero es escritor.

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