Nada sin libertad
Vicent Ventura fue mi amigo. Lo era de mucha gente, pero yo lo tuve siempre por mío. El año que ahora concluye se llevó a alguna de estas gentes, que también fueron los míos: Paco Dávila, Valerià Miralles, Braulio Fernández, Manuel del Hierro ayer mismo. Amigos y compañeros, tan diferentes y tan próximos. De discrepancia en discrepancia hasta la complicidad, con el tejido solidario de la convicción siempre. Pocas y sólidas convicciones: una sociedad más justa y más igual, un pueblo libre y solidario, un país y una lengua bajo un paisaje común, en una Europa devastada a la que aspirábamos desde la miseria y la inanidad de una dictadura cruel e imbécil. Vicent Ventura fue uno de mis primeros maestros, con Joan Fuster, de la dedicación a lo público, a la cultura como objetivo para la igualdad y a la libertad como condición necesaria para todo, para la vida. Tal vez ninguno de los tres, si se me permite en la hora del dolor y de la ira incluirme, escribimos el libro que queríamos. Escribimos el que nos cayó en suerte, y no siempre con fortuna. La primera lección era, fue la de la tolerancia, la de la supremacía de la razón, la de convencer antes que vencer. La segunda la de situar al hombre como medida efectiva de todas las cosas. Y la del amor por una expresión siempre amenazada, despreciada, perseguida a veces con saña por los propios. Del amor a la exigencia, de la convicción a la beligerancia por un país que nos robaban salteadores propios y ajenos, inicuos o cómplices. El país que vamos haciendo desde una primera taza de libertad, espesa y humeante de transacciones y olvidos. Padre sin hijos, Vicent Ventura tiene su descendencia entre quienes recordamos las conspiraciones de la inocencia realista. Padre y maestro no siempre considerado por sus alumnos metidos en el barrizal de la información cotidiana, ahora ya referencia de un pasado que no fue mejor, pero acaso más noble, más transparente, más lúcido, menos mugriento. Él quiso la aburrida sucesión de la democracia desde la contundencia de la expresión libre que se le negó una y otra vez. "Nada sin libertad", decía, en los años setenta cuando algunos, ahora apoltronados, pensaron que era necesaria la violencia para concluir con la violencia. Y cultura, cuanto más elevada mejor, que lo popular encubre el desprecio hacia la sabiduría del pueblo. Sin otro dogma que condenar los dogmas, incluidos los suyos y los de sus creencias. Esta sociedad, esta ciudad tan suya como Villahermosa o Castelló, este país vuelve a estar en deuda con un ciudadanos ejemplar, insigne hasta en sus defectos. Reconocerlo ahora, desaparecido, debiera avergonzarnos a todos y en mayor medida a quienes entonen los trenos al aire del claro invierno. O a quienes se traten de apoderar de una memoria y un legado que a todos nos pertenece, el del país en que todos quepamos, libre y solidario, ayer y mañana. Hoy, cuando le acompañamos hasta un destino injusto, recuerdo la ausencia de Marina, tan nuestra como suya, en la figura de Ana, su sobrina. Y guardaré para mí el recuerdo de un buen vaso y una buena conversación a la lumbre de una militancia común. Adéu Vicent, a reveure i gràcies...!
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