Bombas sobre nosotrosFRANCESC DE CARRERAS
Europa occidental ha contemplado impasible los bombardeos de Estados Unidos y de Gran Bretaña contra Irak. Esta actitud constituye ya una tradición: lo mismo sucedió el pasado verano cuando los proyectiles cayeron sobre Sudán y sobre Afganistán, en otras ocasiones también sobre Irak o, en plena época de Reagan, sobre Libia. La Europa del lujo navideño, la que celebra con envarada solemnidad el 50º aniversario de la Declaración de Derechos Humanos, permanece, sin embargo, callada ante tanta muerte, ante la cruel destrucción de inocentes hospitales, ante la miseria que ocasionan los inútiles bloqueos económicos. La Europa culta, ilustrada y aparentemente socialdemócrata, aprueba las acciones armadas norteamericanas por el hipócrita método de quien calla otorga: encerrada en sus problemas, cree que estas acciones militares no van con ella, caen demasiado lejos y no entran dentro de su responsabilidad. Pero quizá se equivoca. Primero, porque una tradición política auténticamente ilustrada y honestamente socialdemócrata no debería pensar en términos tan fríos, de puro cálculo egoísta: hay muertes, desgracias de todo tipo, derechos conculcados. Y, segundo, también por puro cálculo egoísta, los europeos deberían oponerse a tales acciones de violencia militar, no sea que las bombas sobre Bagdad acaben cayendo sobre nosotros. Porque, ¿qué está pasando en estos últimos años? Recordemos primero la feliz Europa de los años sesenta: sus ricos países del centro y del norte ofrecían sus peores puestos de trabajo a los europeos del Sur: italianos, españoles, portugueses, yugoslavos, griegos y turcos. Pero hace ya unos años que la situación cambió: ahora los inmigrantes son pobladores de la ribera mediterránea africana y de Oriente Próximo, también de más al Sur y más hacia el Este. En general, hombres y mujeres de cultura y religión musulmana. Si bien en otros tiempos el objetivo militar de los norteamericanos se situaba en Latinoamérica y el Lejano Oriente, hace ya unos años que, salvo excepciones -como la asignatura pendiente de Cuba o la miserable invasión de la isla de Granada-, su único objetivo es el mundo musulmán. Y, además, en tono provocador: dan constante soporte a los países más integristas de la zona (Arabia Saudí y las monarquías del Golfo), no respetan el Ramadán o bombardean Irak sin encomendarse a Dios ni al diablo -aunque sí a la tercera vía de Tony Blair- el día siguiente de que su aliado israelí Netanyahu se haya negado públicamente a cumplir las resoluciones de la ONU sobre la autonomía palestina. Esta actitud aparentemente deliberada de atacar constantemente al mundo árabe y musulmán puede tener muy serias consecuencias. Hace unos años, el libro de Samuel Huntington El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial tuvo una cierta resonancia internacional. Allí se profetizaba que el futuro conflicto mundial no enfrentaría a potencias económicas, sino a culturas y civilizaciones. Es sabido que Huntington es un habitual mentor de la Casa Blanca, sea quien sea el presidente: para unos el libro constituyó un diagnóstico de la situación mundial, para otros era un simple proyecto político-cultural de los dirigentes de Estados Unidos. En cualquier caso, la profecía se está cumpliendo: el empecinamiento en que el árabe / musulmán de tez oscura y torva mirada sea el malo perverso de cualquier situación es una constante en la información, los best-sellers y el cine norteamericanos de hoy. El enemigo ha sido señalado y millones de personas, en su psicología profunda, lo han asumido como tal. Por eso, cuando a este enemigo le caen las bombas encima nadie se mueve. En cambio, ello genera, como es natural, rabia, ira y creciente odio en el otro lado: los 100.000 manifestantes en Rabat del domingo pasado así parecen indicarlo. Humillados sin causa, con un sistema social que experimenta un alto crecimiento demográfico y una pobreza que contrasta con el sofisticado consumismo occidental, parece que todo se haga para provocar su radicalización y aumentar su fundamentalismo. En Cataluña, todo ello debe producir una particular inquietud. Hasta ahora la inmigración norteafricana ha sido todavía moderada, pero no hay duda de que va a ir en aumento: somos el norte del Sur, cada vez nos parecemos más a las sociedades europeas desarrolladas. No sé si estamos bien preparados para recibir una mayor intensidad de inmigrantes de otras razas y religiones, es decir, de culturas realmente diferenciadas, con costumbres distintas en cuestiones fundamentales, con una concepción diferente de la muerte y, sobre todo, de la vida. Integrar no es darles trabajo ilegal y barato, según las leyes del mercado, sino algo mucho más difícil: se trata de respetar su libertad cultural siempre que ellos respeten nuestras leyes, que, al poco, deben ser también suyas, dejándoles así participar en todas las elecciones. Un trabajador con una cierta vocación de permanencia debe ser convertido rápidamente en ciudadano: lo exige así su dignidad de ser humano. El Parlament de Catalunya conmemoró, en reciente sesión solemne, la Declaración de Derechos Humanos de la ONU. Se pronunciaron muy bellas palabras, más que justificadas. Pero estas bellas palabras no sirven de nada si los esfuerzos no se dirigen en otras direcciones. No se trata sólo de una mera labor de asistencia social en ayuda a los inmigrantes. Se trata de impulsar, en la medida de lo posible, una política europea global en la cual no sea Estados Unidos el que decida selectivamente sus prioridades en zonas que son de nuestra influencia. Como ya hemos dicho, en el Parlament se han pronunciado muy bellas palabras sobre los derechos humanos, pero ninguna exigiendo al Gobierno español una explicación sobre los motivos de las continuas agresiones de fuerzas militares de países aliados nuestros contra otros pueblos poseedores de una cultura y una religión que ya forman parte de nuestra sociedad. Dios no lo quiera, pero las bombas que han caído y seguirán cayendo sobre Bagdad pueden un día estallar aquí. No es hora de preguntar solamente por quién doblan las campanas de hoy. Es hora también de poner remedio a las causas por las cuales un día no muy lejano, quizá estén doblando por todos nosotros.
Francesc de Carreras es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Autónoma de Barcelona.
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