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Dinero, sexo y guerra

Josep Ramoneda

En enero de 1993, Clinton hizo su entrada triunfal en la Casa Blanca. Una atmósfera años sesenta dominó la fiesta de la toma de posesión del presidente. Sonaban los mensajes de las buenas intenciones: la convivencia en la diversidad, la aceptación de las diferencias, el respeto a cada ciudadano, la igualdad ante la ley. Una música que venía a poner fin al periodo de la utopía conservadora, en el que la libertad se reducía al éxito económico y en el que cristalizaron figuras de la estupidez como esta mezcla de jogging, Prozac, obediencia, desprecio al subordinado y lucha a muerte por escalar la quimera del oro llamada yuppy. Naturalmente, el puritanismo, con sus habituales componentes de rigidez formal e hipocresía moral, era el complemento necesario para matar todo deseo o ilusión, individual o colectiva, que no pasara por el dinero. Casi seis años después, el presidente Clinton, que debía liderar esta nueva frontera, está atrapado en un callejón sin salida de sexo, conspiraciones, venganzas y guerra. Él mismo ha tapiado el último hueco que le quedaba para escapar del acoso. Su ataque a Irak le enajenará el favor de buena parte de la opinión pública internacional, indignada por el clima de restauración inquisitorial creado por Starr y los sectores más conservadores del partido republicano. No hay, esta vez, argumento para defender el bombardeo masivo de Irak. No se trata ya sólo de la cuestión de oportunidad. Es nefasto que un presidente pueda lanzar un ataque masivo a otro país sólo por un cálculo -erróneo, por otra parte- de interés personal. Y es abominable también que un presidente acorralado considere necesario hacer una exhibición de machismo bélico para demostrar la fuerza de la institución presidencial americana. Pero es más absurdo todavía confundir medios y objetivos. Si la dictadura de Sadam es una amenaza para el mundo, el único objetivo debería ser derrocar a Sadam. Y esto no se consigue con un bombardeo que puede incluso reforzar la autoridad del tirano. Clinton renovó su mandato con amplio apoyo del electorado femenino -especialmente de las muchas mujeres que viven solas con sus hijos en situaciones a menudo precarias-y del electorado negro y chicano. El Parlamento le impidió la pequeña revolución en la asistencia sanitaria, liderada por Hillary, que había prometido, pero había conservado el favor de los perdedores de los años de la utopía conservadora. La inestabilidad de su carácter, que le convierte fácilmente en un enemigo de sí mismo, había deteriorado su carisma, porque cuando se adquiere el hábito de mentir es muy difícil no generar desconfianza. Pero el justiciero Starr era, a ojos de muchos ciudadanos, un peligro mucho mayor que un presidente algo compulsivo sexualmente. Starr representaba el odio de lo más reaccionario de la sociedad americana contra un presidente que representaba cierta imagen de cambio y tolerancia. La capacidad de Clinton de cavar su propia fosa es pareja a la energía que es capaz de gastar por salir de ella, hasta la próxima caída. Hasta ahora había ido reflotando siempre. Pero esta vez él mismo ha tapado el hoyo con una losa que no será fácil levantar. Dicen que los americanos apoyan la acción bélica del presidente. Pero la reacción patriótica de una ciudadanía con conciencia imperial no impedirá que el bombardeo haga argamasa con este lío de sexo, mentiras e hipocresía puritana de sus adversarios, componiendo una figura presidencial débil que difícilmente puede dar confianza a los americanos. Todo es rocambolesco en torno a Clinton. Va a Palestina y lleva el apoyo a los árabes hasta extremos que nunca otro presidente americano se había permitido. Sin embargo, no consigue hacer mover un milímetro a los judíos, al tiempo que los sectores más ultras del judaísmo forman parte del núcleo duro de los que luchan por derribarle en Washington. Horas después lanza el ataque a Irak, enfureciendo a los palestinos que le habían recibido como un aliado. La potencia de Estados Unidos es, en este momento, tan superior a la de cualquier otro país que pueden permitirse atacar a otro país sin legitimación alguna en los foros internacionales y, al mismo tiempo, montar la destitución de su presidente por haber mentido sobre un desliz extramatrimonial. Algo no funciona en la democracia americana cuando un presidente puede hacer uso caprichoso, sin necesidad de contar con el Parlamento, de su inmensa fuerza bélica y, en cambio, puede ser destituido por una minucia. La moral puritana se ha construido siempre sobre esta hipocresía: una felación puede ser considerada más grave que un asesinato, sobre todo si la víctima es un pobre, un negro, un árabe o un ladrón. La presidencia de Clinton está psicológicamente liquidada. Difícilmente podrá recuperar su autoridad. Pero la opinión pública americana tiene todavía mucho que decir. Y sobre todo, recuperando el espíritu de las movilizaciones por los derechos civiles, restablecer la jerarquía de valores en la sociedad americana. Si la llegada de Clinton significaba el fin de la utopía conservadora (y de hecho, como en un efecto dominó, en las democracias occidentales fueron cayendo casi todos los gobiernos conservadores), el disparatado final del presidente pone a la ciudadanía americana ante la responsabilidad de evitar la vuelta al pasado. Hay que desconfiar de las llegadas triunfales de los presidentes de izquierda o centro izquierda. Mitterrand celebró el acceso al poder con una solemne parada camino del Panteón y estos días el Parlamento francés ha discutido las conclusiones de una investigación que siembra muchas dudas sobre la implicación presidencial en el genocidio de Ruanda. Felipe González entró con expectativas jamás contadas y salió atrapado entre el caso GAL y la corrupción. Y el "amigo Blair", que vino a meter el mundo por el estrecho callejón de la tercera vía, va de telonero de Clinton en el ataque a Irak, como una Thatcher cualquiera. Aprender a desconfiar de las grandes promesas, crecer en el escepticismo del que sabe que un líder es un hombre como cualquier otro pero que además tiene poder, no debe conducir al fatalismo de que las cosas no pueden ser de otra manera, de que hay un camino que seguir y sólo una posibilidad: acomodarse. El día en que esta idea se imponga, Starr habrá ganado su batalla de fondo y la democracia se habrá convertido definitivamente en una forma de aristocracia. No estamos tan lejos. De momento, queda una arma, el sufragio universal, para evitarlo.

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