Nuestros aliados
El orgullo de un país depende en buena medida del calibre de sus aliados. España nunca los ha tenido, de ahí que su orgullo como nación se haya alimentado tanto de retórica y tan poco de realidades sustantivas. De ahí también ese complejo de inferioridad que fue el resultado de no contar nada en lo que antes se llamaba concierto de las naciones y hoy se denomina, con idéntico abuso, comunidad internacional. Reconfortados con el relato de glorias pasadas, los españoles optaron casi desde el fin de las guerras napoleónicas por una política de retraimiento, cuyos efectos quedaron patentes hace un siglo: las potencias europeas abandonaron España a su suerte en el conflicto con la emergente República imperial americana que acabaría con la pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas.Desde entonces, la política internacional española se proclamó neutral más como resultado de una impotencia que de una decisión estratégica: éramos neutrales porque no podíamos ser otra cosa. La República no modificó esa posición y bien caro que le costó: cuando estalló la rebelión militar de 1936 y las potencias fascistas corrieron en ayuda de los insurrectos, sus presuntos aliados -Francia, Gran Bretaña- la dejaron plantada. El resto es historia viva: el fin de la neutralidad española quedó grabado en nuestras retinas con la multitudinaria bienvenida a Mr.Marshall. Al sentimiento de impotencia se unió el de humillación: en el concierto de las naciones, España fue durante décadas poco más que una fiel amiga de los países árabes y una pista de aterrizaje para los bombarderos de los Estados Unidos.
La incorporación a Europa puso fin a esta secular frustración; ser español ya no era indecoroso en los foros internacionales. Todo lo contrario: la energía macerada en años de exclusión que desplegaron aquellos españoles les propulsó a ocupar cargos de alta responsabilidad mundial, dando origen a una situación insólita que debía haber bastado para liquidar la otra cara del orgulloso aislamiento y de su correlativo complejo de inferioridad: el papanatismo ante el extranjero. Pues es el caso que a mayor exaltación de la patria, más ración de papanatas, como sigue poniendo de manifiesto la élite dirigente del PNV cuando se le cae la baba sacando de excursión a un personaje tan impresentable de la clase política más desprestigiada de Europa como el honorable Cossiga. Idéntico papanatismo, por lo demás, que esos alardes de ser amigo íntimo de tal o cual líder político europeo, de ser confidente de Tony o de Helmut, o de hablar no se sabe cuántas veces a la semana con el presidente de los Estados Unidos de América.
Ese papanatismo es el que nos vuelve a golpear la cara cuando el Gobierno se da tanta prisa en mostrar la solidaridad de España con unos Estados a los que el ministro de Asuntos Exteriores llama "nuestros aliados" como si nos vinculara a ellos una especie de triple alianza. Un Gobierno que no presumiera de tanta amistad con Blair ni se mostrara tan solícito con el Tío Sam habría respondido de otro modo, expresando, ya que no su indignación, al menos sus reservas o sus pesares, ante el flagrante desprecio a la ONU, a su Consejo de Seguridad y a su secretario general que supone la decisión unilateral angloamericana de bombardear Irak. Un Gobierno menos acomplejado no habría extendido tan rápidamente el felpudo ante ese rebrote de nostalgia imperial que resuena en el saludo de Blair a los valientes muchachos de la RAF [Royal Air Force] y en la tan evocadora figura del zorro del desierto con la que el Pentágono ha bautizado su televisiva acción.
¿Solidarios de nuestros aliados? Pues lo será el Gobierno, porque los demás hemos tenido ocasión de comprobar, si falta hacía, que lejos de ser aliados nuestros, el tándem UK-USA forma una alianza muy suya y que el Gobierno español, en las circunstancias que realmente cuentan, se da con un canto en los dientes si tales aliados tienen la gentileza de invitarle a cumplir el papel de comparsa.
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