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Un individuo imposible llamado Woody Branagh

Se estrenó Celebrity hace tres meses, en el festival de Venecia. Hubo tortas entre los cinéfilos en los accesos a la sala Palalido. Se presagiaba un acontecimiento y merodeaban mil y pico culos inquietos no dispuestos a quedarse al aire. Pero se quedaron.Comenzó la última obra de Woody Allen, y cinco centenares de traseros privilegiados no removieron ni un chirrido en sus butacas durante la primera mitad de la proyección. Hubo en este tiempo el silencio sagrado, que sólo fue cortado por dos o tres hachazos de risas en respuesta a algunas réplicas graciosas o cuchicheos admirados ante alguno de los abundantes hallazgos de situación o de esbozo de tipos que se sucedían sin tregua, en torbellino, sobre la pantalla.

El relato es bastante complejo, pero arranca con trepidación bien organizada, de modo que no fatiga ni despista, porque tiene claridad y da tiempo al espectador, pese al efecto dominó sobre el que discurre el ritmo de su composición, a seguir de cerca, sin perderlos, los muchos hilos que mueve y que lo mueven. Lo que nos da la pantalla es puro Woody Allen reconocible a distancia, en glorioso blanco y negro, aunque se vea y suene a más serio o a menos chistoso que de costumbre. Pero otra vez estamos ante el Allen libre y hondo de los últimos nueve o diez años, en medio de otro salto adelante de la esplendorosa última fase de su carrera hacia la maestría en la dirección. Sus otras maestrías, la del conocimiento del mundo a través de su mundo y la de su prodigiosa escritura, no necesitan paso adelante que dar. Son pura evidencia.

Vaciedad añadida

Pero llegó Celebrity a su tramo final y las butacas comenzaron a crujir. Y en ello siguieron, hasta adueñarse de la sala la cruel música de carcoma de ese inconfundible indicio de impaciencia con que los movimientos de un hombre sentado piden que la película acabe, porque algo, una pieza motora o una vértebra del relato, no funciona y la quietud se convierte en una postura incómoda.En la segunda hora, el origen del chirrido se hace ensordecedor de puro evidente: son los conductores del relato quienes lo están atascando. Un tipo llamado Kenneth Branagh quiere, y no puede, hacer de un tipo llamado Woody Allen. No es que carezca de su gracia, es que no encarna lo que representa, no está concernido por lo que hace. Y el director, Allen, detrás de la cámara, se está dando cuenta de ello e intenta remediar sobre la marcha su error cuando depositó en un médium inadecuado el remedio de su ausencia de la pantalla.

Si tuvo Woody miedo de no hacer creíble el personaje que da cuerpo Branagh y por eso no lo interpretó, ahora se da cuenta de que Branagh está fracasando mientras intenta inútilmente hacerse creíble a sí mismo como sombra de Woody. La dirección pierde su eje, y, dentro de la pantalla, el vacío que Woody deja al no estar en el centro del suceso se acentúa al llenarse con la vaciedad añadida por un intruso.

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