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Los derechos de Truman

Javier de Lucas

La vida de Truman Burbank, el protagonista de la última película de Peter Weir, parece apacible, sana y envidiable. Aun así, a Truman acaba por no compensarle ese nicho norteamericano, el pueblo de SeaHeaven, donde el Dios/director Christof, el magnífico Ed Harris, le ha ubicado, y trata de alcanzar si no su paraíso particular -las islas Fidji-, sí al menos el otro lado del mar.Si tomo como pretexto esa película, El show de Truman, para escribir algo a propósito del 50º aniversario de la Declaración Universal es porque quiero hablar de los derechos de Truman o, mejor, de los millones de Truman que no tienen derechos. Porque lo que tiene de interesante la vida de Truman Burbank, con todo y ser la de un privilegiado ciudadano estadounidense, es que no es el dueño de su vida: la viven por él. Y no ya por ser el hombre transparente, el que carece al máximo de intimidad, sino porque su vida es un guión escrito por otros, sobre el que él mismo no puede decidir más que jugándosela, bordeando el suicidio.

¿A cuántos centenares de millones de seres humanos les sucede lo mismo? ¿Cuántos están en condiciones de decir que viven la vida que han elegido, al menos a partir de su mayoría de edad, y no que son simplemente actores -más bien pasivos- de una representación en la que, a diferencia de Truman -como le recuerda Christof- no son protagonistas, ni siquiera de los famosos 10 minutos de gloria profetizados por Warhol? Para la mayoría de los seres humanos, todavía hoy la vida les lleva, en lugar de ser ellos los que llevan su vida. Me refiero ahora sobre todo a aquellos que han cometido el verdadero pecado original de nuestros días, es decir, aquellos que, como ha escrito Sami Naïr, "no han nacido bien", ni en el lugar ni en el momento adecuados. Y eso me parece más terrible en un momento en que estamos celebrando un cincuentenario con el lema "todos los derechos para todos". El problema es que los derechos son indivisibles, que no podemos poner el énfasis sólo en las libertades públicas, en los derechos civiles y políticos, y dejar los sociales, económicos y culturales como ideales a alcanzar según los esfuerzos de cada quien o la buena voluntad de los demás. Lo ha recordado insistentemente el Nobel de economía de este año, A.Sen: sin democracia no se paran las hambrunas, pero sin políticas de codesarrollo que impliquen a toda la comunidad internacional, tampoco. En caso contrario, el artículo 25 de la Declaración, por ejemplo, que establece el derecho a la vida digna, a la salud, al bienestar; o el artículo 26, que reconoce el derecho a la educación, ¿son sólo para los que se los pueden pagar? Recordemos datos al alcance de todos, pues se encuentran en el último informe del PNUD, Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (o en el dossier preparado por El País Semanal con motivo del cincuentenario). En él se pone de manifiesto que de los 4.400 millones de seres humanos que habitan en los países del Sur, más de 2.200 millones padecen anemia; más de 1.100 millones no tienen vivienda y 2.600 millones no disponen del saneamiento básico. Al mismo tiempo, 250 millones de niños de entre 5 y 14 años trabajan, y además lo hacen en condiciones de esclavitud. Otros datos que hablan de la dualización: las 3 personas más ricas del mundo tienen tanta riqueza como los 48 países menos adelantados juntos, y los 225 más ricos, tanto como los 2.500 millones más pobres. Y en los países desarrollados también hay sur: hay más de 100 millones de pobres, y, por ejemplo en los de la OCDE, más de 37 millones en paro. En España, como escribía V.Renes en las mismas páginas de El País Semanal, casi el 20% de los hogares se encuentran debajo del umbral de pobreza (el 50% de la renta media disponible), lo que supone más de 8 millones de personas.

La lucha por los derechos humanos no se puede plantear como un esfuerzo centrado en las libertades públicas, que correspondería garantizar a los Estados. La universalidad de los derechos compromete a toda la comunidad internacional, y del mismo modo que acabamos de alcanzar un paso decisivo acerca de la imposibilidad de dejar sin respuesta los crímenes de lesa humanidad -la creación del Tribunal penal Internacional y el casi unánime clamor contra la inmunidad de Pinochet-, más pronto que tarde esa misma opinión pública internacional clamará por la adopción de decisiones -como la regulación del mercado internacional, de las transacciones de capital financiero- que aseguren las necesidades básicas de todos, empezando por aquellos que no las tienen siquiera reconocidas.

Quizá se puede decir que ese día está muy lejos, porque esas voces no se oyen en el panorama internacional. Pero ¿y si un día los millones de Truman Burbank pudiesen decir basta y dejar de jugar al juego de la pasividad, dejar de interpretar el papel que se les ha asignado? Me dirán que eso sólo ocurre en las películas, pero ¿acaso no son Truman los palestinos que hartos de vivir como esclavos y de sufrir la corrupción, arrojan de nuevo piedras?, ¿no lo son los ciudadanos de León, en Nicaragua, que insultaban en la calle al corrupto presidente Alemán, el mismo gran amigo y beneficiario de la Diputación de Valencia, que había expulsado a unos médicos cubanos que hacían propaganda ideológica el mismo día en que los desastres del huracán Mitch exigían ayuda médica?, ¿no se parece a Truman la inmigrante desesperada que se ahorca en el cuartelillo de la Guardia Civil? ¿Y no hacen lo mismo que Truman los inmigrantes que se embarcan una y otra vez en pateras que llenan las páginas de sucesos al día siguiente? ¿Y no actúan como él aquellos otros que en El Egido se manifiestan por una vida que les permita romper las condiciones de esclavitud?

Probablemente, entre todos los que claman por llegar a ser parte de ese todos a quienes reconocemos como sujetos de todos los derechos, los inmigrantes extracomunitarios pobres son los que nos ponen más claramente ante los ojos que si creemos en los derechos de los demás, y también de los que no son como nosotros, hay que tomarse en serio la necesidad de evitar que las fronteras puedan ser más fuertes que los derechos.

Javier de Lucas es catedrático de Filosofía del Derecho, Moral y Política de la Universidad de Valencia.

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