Constitución
Desde que se proclamó la Constitución de 1978 se me han muerto dos perras; una está enterrada bajo el membrillero de Madrid y otra bajo el de Denia, junto al Mediterráneo. Desde hace 20 años, por estas fechas acostumbro a hacer carne de membrillo para conmemorar la libertad y el recuerdo de estos dos animales. Una generación de patillas largas y oreja tapada, que en su momento de esplendor bajo los gases lacrimógenos vestía pana con jersey de cuello alto, cinturón de hebilla gorda o falda larga con botas hasta la pantorrilla, trajo a España la Constitución democrática. De mi breve cosecha de membrillos, sólo de estos dos árboles que tienen en sus raíces un amor sepultado, elijo algunos para que den aroma a los armarios; a los más hermosos los froto con un paño para que extraigan de muy adentro su luz de Zurbarán o el amarillo Rembrandt y luego los coloco en un frutero sobre la mesa del comedor. Con el resto hago carne o compota. Después de hervir los membrillos se prensan con el pasapuré y a esta pasta se le añade el doble de azúcar. Se pone a cocer a fuego lento sin dejar de removerla con una cuchara de palo hasta que cuaja con un color de oro viejo o de sillar románico o de mulata. Pienso que aquella generación ha madurado ya demasiado. Se creía capaz de transformar el mundo sin cambiar ella. Ahora está bien cocida por el tiempo y su color no es el dorado de la compota, sino el gris de los años, gris de ceniza o de perla. Cada generación deja atrás un aroma que llena también los armarios. Para conmemorar la Constitución de 1978, desde entonces por estas fechas hago dulce de membrillo con la cosecha propia, que incluye también la memoria de aquellas perras que murieron, la libertad que alcanzamos junto con las ilusiones perdidas, la democracia que tenemos y aquellos jóvenes con pantalones de campana, chicas con las primeras minifaldas que querían dinamitar el mundo en mayo del 68 y terminaron de subsecretarios. El membrillo es un fruto que ha permanecido inalterable a través de la historia. Tal como es ahora lo conoció el patriarca Abraham y sin cambiar nada pasó por los bodegones del siglo XVII y desde los lienzos de la pared ha bajado al frutero del comedor. Aquella generación abrió muchas puertas: unas daban al acantilado, pero otras conducían a la libertad que tenemos, a la carne de membrillo y a la melancolía.
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