Memoria en el aniversario de la Constitución
Aunque el aniversario de la aprobación de toda Constitución parece imponer, quizá inevitablemente, gestos de celebración públicos, no sería bueno ceder a la inercia de la simple efemérides y que dejáramos pasar el próximo cumplimiento de las dos décadas de vigencia de nuestra norma fundamental sin reflexionar cada uno, sobre el significado que para todos tiene aquella fecha y el transcurso de estos años.El tiempo humano, la biografía de cada individuo, está hecho siempre, por igual, de memoria, de duración y de proyecto: nuestros recuerdos, la conciencia de nuestra persistencia y la propia apertura al horizonte personal de cada cual constituyen, pues, la trama esencial de la temporalidad. Otro tanto ocurre con esa forma de conciencia colectiva, compartida, que se cifra en la Constitución.
La conciencia constitucional es, pues, ante todo, memoria. Recuerdo, quiero decir, de una ocasión histórica determinada, fijada en el tiempo pasado, pero viva en el presente, en la que el pueblo español manifestó su decisión de organizarse en Estado constitucional, rompiendo así, tras un proceso lleno de incertidumbres, riesgos e ilusiones, con la autocracia. Importa revivir ese recuerdo porque es el único que nos permite reconocernos como individuos libres, que tuvieron entonces en sus manos la decisión fundamental sobre el modo de ordenar la convivencia política en paz y en libertad. Una decisión que, claro está, se inscribió en la historia y que, por tanto, estuvo rodeada de todos los condicionamientos fácticos que limitan la acción humana. Pero que se adoptó, esto es lo que ahora me importa subrayar, sin sumisión a ningún vínculo jurídico que predeterminara los contenidos constitucionales. Por eso podemos hablar de poder constituyente y por eso no miente nuestra Constitución cuando afirma la soberanía nacional, que residencia en el pueblo español. Porque ninguna legalidad o normatividad preconstitucional se impuso ni se impone a esos contenidos de la Constitución que, precisamente por ello, merece ese nombre y ser reconocida como obra del poder constituyente. E importa no confundirse: la nación española (su historia, su cultura y la de sus pueblos) viene de lejos y no ha sido, como es obvio, ignorada por la propia Constitución. En el plano de lo histórico, no existe, desde luego, un ilusorio "punto cero", pero tradición, culturas e historia son significativas para nosotros -como en cualquier otra experiencia constitucional análoga- a la luz de la propia Constitución; esto es, en su marco. Como ha declarado el Tribunal Constitucional, "la Constitución no es el resultado de un pacto entre instancias territoriales históricas que conserven unos derechos anteriores a la Constitución y superiores a ella, sino una norma del poder constituyente que se impone con fuerza vinculante general en su ámbito, sin que queden fuera de ella situaciones históricas anteriores".
La conciencia constitucional de que hablo es hija, también, de la experiencia, es decir, de la duración, de la continuidad. Al decir esto lo que invoco no es una fecha, sino el tiempo transcurrido desde ella e invito a reflexionar, en consecuencia, sobre el valor de lo hecho y, por qué no decirlo, también sobre las limitaciones de nuestra cultura constitucional del presente. Ninguna Constitución puede arraigar sin tejer en su torno una tradición, según acredita la vitalidad de los Estados constitucionales que, con más éxito que el nuestro, cuentan ya su vida por centurias. Y debemos actuar, en el presente, sabiendo que nuestros actos públicos, y también nuestras pasividades, fortalecerán o debilitarán, respectivamente, esa tradición constitucional que es la atmósfera indispensable para la vida de las instituciones democráticas. A diferencia de las plantas -lo dejó escrito John Stuart Mill-, las instituciones no crecen mientras los hombres duermen.
Horizonte constitucional, por último, porque aquel proceso constituyente, que culminó formalmente hace dos décadas, fue, como cualquier otro, un acto ambivalente, de clausura y de apertura al mismo tiempo. Un acto de cancelación del pasado (incluso explícito en la Disposición Derogatoria de la Constitución, cuyo apartado primero derogó la legalidad "fundamental" de la Dictadura), pero también un acto mediante el que abríamos todos las puertas de un futuro inevitablemente incierto y lleno de desafíos, pero al fin nuestro, de todos los españoles. Hasta cierto punto, el lenguaje con el que habla una nueva Constitución tiene siempre algo de enigmático, porque sus palabras, aunque enraizadas y codificadas en el tiempo, aluden a realidades muchas veces inéditas. Ir descifrando esos enigmas y llenando de contenido concreto las fórmulas constitucionales normativamente abiertas, es tarea de toda la comunidad constitucional y marcadamente, aunque no sólo, de los tribunales de justicia y de ese órgano específico -el Tribunal Constitucional- del que los españoles se dotaron a fin de obtener, en el seno y no al margen del debate libre y plural, una identificación firme de los significados constitucionales. Identificación firme no es equivalente, sin embargo, a identificación perpetua, indiscutible o absolutamente irrevocable. Dicho un poco hegelianamente, la Constitución no es, sino que deviene y en tal sentido la jurisprudencia constitucional puede y debe ser también un valioso instrumento de adaptación progresiva de determinados enunciados constitucionales a los cambios que vayan sedimentándose en la conciencia social y en las demás condiciones que dan vida, en general, al contenido normativo de toda regla de Derecho. Esta función creativa, completiva y necesaria que se encomienda al Tribunal Constitucional es condición elemental para la acción integradora a través del tiempo de la Constitución, asegurando su estabilidad y haciéndola resistente al devenir de modo que resulte innecesaria su reforma.
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